Bibliófagos

Leí hace muchos años el discurso que Federico García Lorca pronunció con motivo de la inauguración de la biblioteca de su pueblo natal, Fuente Vaqueros, en Granada, España

Leí hace muchos años el discurso que Federico García Lorca pronunció con motivo de la inauguración de la biblioteca de su pueblo natal, Fuente Vaqueros, en Granada, España. Sobra decir que aquella alocución fue luz para mis ojos, como seguro estoy fue armoniosa melodía para los oídos de quienes en su momento la escucharon.

Decía el ilustre poeta y prosista que si él se encontrara hambriento y desvalido en la calle no pediría un pan, sino que pediría medio pan y un libro. “Yo tengo mucha más lástima de un hombre que quiere saber y no puede, que de un hambriento. Porque un hambriento puede calmar su hambre fácilmente con un pedazo de pan o con unas frutas, pero un hombre que tiene ansia de saber y no tiene medios, sufre una terrible agonía porque son libros, libros, muchos libros los que necesita”, afirmaba.

Es evidente que tenía clara la misión de los libros como una voz contra la ignorancia y luz perenne capaz de vencer la oscuridad.

Cuando leí la parte del discurso donde García Lorca sostiene que los avances sociales y las revoluciones se hacen con libros y que los hombres que las dirigen mueren muchas veces, no pude evitar que se agolparan en mi memoria sendos recuerdos de la infancia. Les platico:

Una tarde de verano, calurosa como solo este trópico húmedo suele regalarlas, en una chozuela que se encontraba justo detrás de la casa de mis abuelos maternos, me topé con un viejo baúl de madera repleto de libros, algunos de ellos convertidos en suculenta presa de bibliófagos, esos diminutos insectos capaces de colonizar nuestros espacios hasta terminar con bibliotecas enteras, como si su papel de eficaces destructores nos enseñara a los seres humanos el camino para descubrir los tesoros de la mente. 

Aquella vez, con el ocaso del día, abrí el baúl, removí el polvo y tomé entre mis manos varios ejemplares. Los hojeé con el cuidado de quien por primera vez carga a un bebé, por el temor de que las portadas escaparan de su sitio. De pronto, el ritmo cardiaco aceleró al ver inscrito el nombre de Mario Madrigal Tosca, hermano de mi madre, en páginas de obras como “El Capital”, de Carlos Marx; “Del socialismo utópico al socialismo científico”, de Federico Engels, y “Utopía”, de Tomás Moro.

Desde muy pequeño había escuchado su historia en voz de mi abuelo. Fue el estudiante normalista muerto por disparos de elementos de seguridad, tras una represión estudiantil en Villahermosa, el 23 de abril de 1968, exactamente 6 años y 10 días antes de que yo naciera. Todo indica que mi tío se vio obligado a lanzarse a la laguna de Las Ilusiones, en el afán de salvar la vida, pero su intento no prosperó. 

Algunas crónicas de medios locales de la época señalan que el cuerpo fue paseado por la ciudad y enardeció más a los grupos estudiantiles que se concentraron en Plaza de Armas, donde Mario Barrueta García y Víctor Manuel López Cruz tomaron la palabra. Las protestas arreciaron durante 6 meses, hasta antes del icónico 2 de octubre de aquel año, cuando ya el movimiento en Tabasco había cobrado su primera víctima. Se cumplió la sentencia: los avances sociales se hacen con libros aun cuando la muerte nos alcance.

¿Cómo explicarles la sensación que despertó en mi mente y espíritu explorar los libros que cumplieron la misión de ser recipientes donde reposa el tiempo? Únicamente la experiencia del contacto con los libros impresos es capaz de evocar recuerdos como este, e incluso recrear mundos distantes a los nuestros. Son, sin duda, fascinantes artefactos que hacen viajar las palabras en el espacio y el tiempo.

Por lo mucho que me han dado, por los luminosos caminos que me han abierto, decidí homenajear a los libros impresos con la creación del sello editorial Bibliófagos, que la tarde de hoy pone su primera piedra con la presentación de la obra: “Rubén: Intelecto y Fe”, allá en mi patria chica, Jalpa de Méndez, un pueblo ávido de lectores, como tantos otros.

De ninguna manera desdeño la existencia de los libros electrónicos; por el contrario, celebro que contribuyan a popularizar o democratizar el acceso a la lectura. Sin embargo, las sensaciones y emociones que provocan los libros impresos no tienen comparación. Solo ellos pueden ser combustible para las pasiones.

Yo, al igual que García Lorca en aquel lejano septiembre de 1931, estoy honrado y contento de iniciar esta humilde experiencia. Esa es mi manera de trascender: hacer libros para que las ideas de los otros trasciendan. Así de simple.