Para entender el humanismo

En el mensaje que el presidente Andrés Manuel López Obrador dirigió a la población concentrada en el Zócalo de la Ciudad de México

En el mensaje que el presidente Andrés Manuel López Obrador dirigió a la población concentrada en el Zócalo de la Ciudad de México, con motivo de la conmemoración de su cuarto año al frente del Poder Ejecutivo, el domingo pasado, bautizó a su modelo de gobierno como “humanismo mexicano”. 

Entre las razones que dio para nombrarlo así, palabras más, palabras menos, estuvieron que “el fin último de un Estado es crear las condiciones para que la gente pueda vivir feliz y libre de miserias y temores”, y que “más allá del simple crecimiento económico, es fundamental desterrar la corrupción y los privilegios para destinar todo lo obtenido y ahorrado en beneficio de las mayorías del pueblo y, de manera específica, en beneficio de los más pobres y marginados”.

La sola palabra “humanismo”, como tantos otros conceptos filosóficos que dan sustento a la vida pública, nos remite a la antigua cultura griega, pueblo cuyo estudio es apasionante porque siempre dio muestras de su férrea inquietud de progreso. Ellos, los griegos, no descansaron en la búsqueda del secreto para mejorar, perfeccionarse y alcanzar la dicha plena. 

El filósofo mexicano Antonio Gómez Robledo escribió con acierto que la sociedad helénica miró hacia atrás y creó la historia; miró al futuro y creó las utopías, las cuales pedían su realización al esfuerzo humano.

Cuando el presidente señala que el bienestar de los pobres y marginados debe cobrar mayor preeminencia que el crecimiento económico, evidencia la preocupación por enaltecer dos de las características más distintivas del humanismo, cultivadas en el mundo griego: el anhelo por la justicia y la dignidad humana.

Al margen de la sorpresa que me provoca que se le ponga nombre y apellido a un modelo de gobierno al iniciar el último tercio de la administración, es indiscutible que las políticas impulsadas se ajustan en gran medida a los principios ideológicos de esta doctrina, sobre todo en un país donde 55.7 millones de personas -el 43.9% de la población total - viven en condiciones de pobreza moderada y extrema (INEGI, 2020).

Contra la ignominiosa pobreza que revela un escenario de crueldad y desigualdad, el humanismo nos enseña que deben ponerse al alcance de las poblaciones los recursos que ellas mismas producen, que es preciso reivindicar los valores morales e impulsar una ideología nacionalista. En esa ruta transitan muchos de los pasos dados por el actual gobierno. 

Quizá el único aspecto del quehacer gubernamental sujeto a discusión es el relativo a la manera en que varios actores políticos han desvirtuado los fines de uno que otro programa social, pues una vertiente del humanismo defiende la idea de que los seres humanos, en el desamparo, deben quedar en libertad de asumir su humanidad, hacerse a sí mismos, encontrar su dignidad, transformar el mundo y dirigir el curso de la historia. “El hombre no es otra cosa que lo que él se hace”, diría Jean Paul Sartre en “El existencialismo es un humanismo” (1945).

Publio Terencio, el escritor de comedias al que aludió el presidente López Obrador en su discurso con la frase “nada de lo humano nos es ajeno”, nació en Cartago como esclavo, pero fueron sus capacidades intelectuales y su extraordinario talento creador los que le devolvieron la libertad al conmover a su amo, el senador Terencio Lucano, de quien adoptó el nombre. Por ello se explica que haya dirigido gran parte de su sátira contra los que menospreciaban la autonomía intelectual del ser humano, y también esa es la razón por la que una de las condiciones del humanismo es, como antes mencioné, que el hombre pueda hacerse a sí mismo.

Después de todo, en palabras de Martin Heidegger, autor de “Carta sobre el humanismo” (1947), cada uno de nosotros es lo que persigue y cuida; el ser humano no es sino el pastor del ser.