La señal del heraldo negro

Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas; o los heraldos negros que nos manda la Muerte

La señal del heraldo negro

Mi abuela murió el domingo por la mañana. Días antes había sufrido una caída rompiéndose la cabeza contra el suelo de cemento. Hacía más de dos años que su mente se había quedado como en el limbo, perdiéndose en los recuerdos de un hijo ausente por más de diecinueve años.

  • Se sentaba en el corredor de la casa y su mirada se perdía en dirección al camino donde esperaba verlo llegar algún día.

La casa se iba deteriorando y la presencia de sus inquilinos también se estrechaba. Tan sólo el abuelo, su primo José y el hijo mayor habitaban aquel recinto. La abuela era como una niña pequeña de la que había que estar pendiente, alimentarla, asearla, vestirla y velar su sueño.

En ese sueño que tenía en plena vigilia no se apartaba de la costumbre de sentarse buscando una señal que le devolviera la calma. Cuando la visitábamos ya no podía reconocernos.

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Nos miraba como a extraños que hubiéramos aparecido en su vida apenas un par de años atrás. En su mente nuestros rostros eran difusos, nuestras voces jamás habían existido.

En los últimos tiempos le era casi imposible caminar, sus piernas habían perdido fuerzas y el abuelo a veces tenía que llevarla en brazos vencida por el cansancio al caer la noche.

Ya no ingería alimentos sólidos, tan sólo líquidos y algunas frutas blandas. Después de la caída una de sus rodillas se había encogido de tal manera que no caminaba y se la pasaba acostada en la hamaca que le colgaron específicamente para su descanso.

Pero aquel día se despertó muy temprano, como acostumbraba cuando preparaba el desayuno para sus hijos para que estos se fueran al trabajo. Sonreía. El abuelo le dio el atole de arroz con canela hasta vaciar la taza.

La pierna plegada la enderezó sin mucho esfuerzo y la extendió emparejando la otra sobre el pedestal de su silla de ruedas. Parecía estar de buen humor.

Su hijo mayor, apoyándose sobre la barda del corredor, la miraba mientras afilaba un machete pues iba al potrero sin un fin en específico. Ella fijaba su atención en aquel caballo que iba y venía enloquecido desde la puerta de golpe que daba al camellón hasta el solar de la casa.

La abuela cerraba sus ojos y reía en silencio al contemplar la incansable carrera de la bestia que hacía cabriolas y se revolcaba en el pasto humedecido por el rocío. Su hijo le dio un beso antes de tomar rumbo. Ella continuaba absorta sin perder de vista el tropel del caballo.

Hasta el fondo del potrero oyó los gritos de Carlos, su sobrino, quien estaba en la cerca del alambrado a la orilla de la carretera haciendo señas con los brazos levantados. Él dejó de cortar el quequeste, que es la mala hierba tupida que se extiende hasta asfixiar el buen pasto.

Se fue acercando al camino donde lo esperaba Carlos

  • —¿Qué sucede? ¿Por qué tanta apuranza?
  • —La abuela, acaba de morir.

Los dos enfilaron sus pasos apresurados rumbo a la casa. Cuando llegaron ella permanecía en su lecho con un semblante sereno, apaciguado. Afuera, en el camino, el caballo retozaba y relinchaba mientras corría dibujando círculos.

  • —Mamá debió advertirlo y antes de partir vio el retorno de su hijo ausente, montado sobre aquel caballo. Él había muerto el año anterior, un 16 de noviembre, apenas hacía unos tres meses.



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