Uno no termina de esforzarse para entender la extraña reacción de la gobernadora de Veracruz ante el asesinato de la ex profesora y taxista Irma Hernández Cruz y la ominosa posición al respecto de diarios impresos oficiales ("Ahora: ¿morirse de infarto es culpa del gobierno?..." pregunta La Jornada en su famosa Rayuela) cuando es sorprendido por videos varios en los que se aprecia a Andy, a miembros del gabinete y legisladores morenistas disfrutando un extraordinario período vacacional en hoteles y restaurantes de lujo de las principales ciudades del mundo (que no en Estados Unidos, como bien se han encargado de hacer notar las redes críticas). Por si no bastara, se les ve, además, cargar despreocupadamente bolsas de las tiendas más exclusivas. Ahí no termina el alud visual e informativo. Inmediatamente después, nuestras plataformas se ven inundadas por el tono insolente con el que Fernández Noroña defiende a los vacacionistas y descalifica a aquellos que les hacen ver que esos comportamientos no sólo contradicen la "austeridad republicana" con la que el gobierno morenista ha sostenido, infructuosamente, una narrativa de diferenciación respecto de lo que ellos llaman el "conservadurismo" que caracterizó a los gobiernos priistas y panistas —corruptos les llaman, con todas sus letras— sino que, sobre todo, desoyen los llamados presidenciales a la humildad y prudencia.
La andanada de barbaridades no consigue sino confirmar que el asunto vergonzoso que ha exhibido a Adán Augusto es sólo un hecho —terrible, inadmisible— de toda una cadena de acciones de las principales figuras de la clase gobernante que demuestran que el bien público ha quedado fuera de su interés, si alguna vez lo tuvieron contemplado. No queda duda: nuestra vida pública ha alcanzado un grado de descomposición tal, que revertirla—en caso de que hubiera alguna fuerza política en disponibilidad y capacidad de hacerlo— demandaría esfuerzos serios de varias décadas. Pero más tarda uno en tratar de dar vuelta a la página cuando otros videos nos muestran a Chicharito desvariando en un discurso de obsoleto patriarcalismo que, muy posiblemente, forma parte de alguna campaña de algún grupo que pretende aprovechar el terrible período de desconcierto y confusión en el que estamos hundidos para sacar raja e infiltrar una visión de sociedad a la que solamente se podría retornar a través de la fuerza y la represión. Imposible interpretar el hecho como privado, propio de un personaje de la sociedad civil. La misma presidenta se encargó de reprobar —si bien con suavidad de tono— la perspectiva estereotipada y discriminatoria que se desprende de los mensajes del otrora ídolo de la selección nacional de futbol. Ante esa reacción cabe preguntarse ¿habría jugado un papel importante alguna preferencia deportiva en el hecho de que a Hernández se le cuestionara acertadamente su proceder —¿por ser Chiva?—en tanto que a Cuauhtémoc Blanco —¿por su trayectoria Águila?— no sólo nada se le reprochó sino que se le construyó todo un bloque de protección —en el que participaron vehementemente no pocas mujeres— que le hizo ver que no está solo?
Admitámoslo: nuestra cotidianidad es un collage de la ignominia. No lo notamos porque cada día nos deslizamos de a poco. Pero ¿cómo es posible que todo esto esté sucediendo? ¿Cómo llegamos hasta acá? ¿Cuál será el nivel más bajo que alcanzaremos?
Uno de los múltiples factores de este proceso de deterioro de la vida pública es el envilecimiento de la clase política. No es fácil establecer un momento crítico del proceso; sería un error marcar una distinción entre una clase política excelsa, comprometida y otra caracterizada por la desfachatez y el cinismo. Sin embargo, tampoco es descabellado afirmar que fue en el sexenio de José López Portillo cuando la desvergüenza y el descaro irrumpieron en el escenario para trazar ruta y dejar huella profunda. Don José era propenso al discurso grandilocuente (sus dotes de orador eran innegables), sabedor de que la estructura autoritaria del poder facilitaba la construcción dulcificada de la realidad imaginada. Así, transitó sus seis años de gobierno abusando del poder, excediendo las fronteras de la corrupción que hasta entonces existían, enorgulleciéndose de su nepotismo y pavoneándose por el país como soberano. Por si fuera poco, de la mano del Negro Durazo, López Portillo abrió la puerta a las complicidades entre altos funcionarios y prominentes criminales.
La sencillez y parsimonia de De la Madrid modificarían el tono y la ámpula de la acción presidencial, pero de ninguna manera crearían las bases para una renovación moral de la clase política (si bien don Miguel usó esta idea como slogan de campaña). Por el contrario, el inicio de la venta de las entidades paraestatales sentaría las bases de la desmesura en el ejercicio de la función pública. La nula transparencia y los acuerdos bajo la mesa con la que se realizó la transferencia de empresas gubernamentales al sector privado contribuirían a reforzar el entendido entre funcionarios de que los cargos eran posiciones que garantizaban el enriquecimiento impune. La colusión entre autoridades gubernamentales y redes criminales se solidificarían y sentarían los cimientos del narcoestado que hoy tenemos y cuya deconstrucción podría acarrear una fuerte sacudida no sólo de las estructuras gubernamentales sino de la sociedad toda.
Tampoco la visión de Salinas propiciaría la regeneración de las fuerzas políticas. Ciertamente, don Carlos reunió talento y capacidad, pero la recomposición de la economía no fue acompañada por la reforma política que la reestructuración exigía. Raúl, su hermano, no se ocultaba para condicionar la participación en la reconstrucción. No por nada se ganó el mote del "señor diez por ciento". Acostumbró, además, a pedir grandes préstamos que nadie podía negarle. Esas solicitudes fueron unas de las primeras manifestaciones del "cobro de derecho de piso" en el país. Todas esas prácticas echaron raíz. La putrefacción avanzaba. El asesinato de Colosio, sostienen algunos enterados, habría sido planeado y ejecutado por alguna fuerza narcotraficante importante. La muerte del cardenal Posadas no habría sido accidente. El poder criminal crecía dentro del estado; cada vez era mayor el número de miembros del aparato partícipes del contubernio que mermaba la capacidad estatal para establecer límites.
Frente a estos abusos, la ciudadanía reaccionaría promoviendo organismos de observación, medición y denuncia. La voracidad de los políticos no desapareció, pero se vio, al menos, contenida. Las características personales de Zedillo y su manera cauta y respetuosa de proceder resultaron insuficientes para transformar el aparato y sus integrantes. El escándalo de FOBAPROA, especialmente por la falta de transparencia debido a la inexistencia de mecanismos ciudadanos de vigilancia, mancharía por siempre su paso por la presidencia.
Los avances ciudadanos nunca fueron lo suficientemente amplios y poderosos para transformar el ejercicio del poder en México. Por eso en los últimos años no fue difícil desaparecerlos bajo una retórica manipulada. La pérdida de capacidad de representación ciudadana de los partidos tradicionales convirtió en chapulines a una clase política socializada en la ambición de poder y dinero y nada comprometida con los verdaderos intereses del estado y mucho menos con los de la ciudadanía.
La indiferencia, el descaro, la perversidad y deshonestidad de los políticos actuales ciertamente se ha hecho más evidente en estos últimos años porque han desaparecido los pocos mecanismos de contención que existían, pero tiene larga historia. La pregunta es ¿hasta dónde llegará el comportamiento de nuestros políticos? ¿Qué nos falta por ver?