En la misma medida en la que la oficialidad se ocupa de etiquetar a la marcha del pasado día 15 como afrenta ultraderechista e intervencionista, surgen por todos lados y de fuentes variadas —la gran mayoría, muy confiables— pruebas y argumentos que no dejan lugar a dudas. Se trató de una marcha multitudinaria —si bien no tan nutrida como otras protestas—, plural, pacífica, en la que participaron grupos diversos, no solamente jóvenes, que sí estuvieron presentes, y miembros de todas las oposiciones; también al parecer, obligados, empleados de Ricardo Salinas Pliego. Los desmanes fueron provocados, la afluencia al Zócalo fue controlada con intenciones claras de dominar la narrativa y aún no queda clara la razón de la brutal represión policíaca, como tampoco de quién fue la voz que la ordenó.
Esta marcha, que podría haber pasado a la historia como una manifestación más del descontento de una buena parte de la ciudadanía, podrá devenir en una marca en la evolución del sistema político. Ciertamente, el inusual comportamiento de los cuerpos policíacos, que en otras manifestaciones no han sido rudos ni con los miembros del bloque negro, le confiere al evento relevancia y reclama poner atención en las subsecuentes protestas sociales. Sin embargo, el interés de la presidenta y de Morena por descalificar al movimiento y las formas empleadas para hacerlo, desde su anuncio y, sobre todo, tras el ámpula que levantó —tanto en México como en el extranjero— son señales de un muy posible endurecimiento del régimen y de la consecuente intolerancia hacia la disidencia.
La presidenta no se cansa de repetir en sus conferencias matutinas que México es el país más democrático del mundo. Sin embargo, ¿en qué país con menor desarrollo democrático —tomando por válidas las afirmaciones de la presidenta— se exhibe a los organizadores de una protesta, especialmente cuando el país se encuentra polarizado? ¿Cuándo la cabeza del poder político de un país democrático señala a un grupo de ciudadanos poniendo en riesgo sus derechos humanos? ¿En qué país se asume que solamente algunos grupos —los que el poder identifica como "buenos"— tienen derecho a manifestarse? Ya quedó claro que los participantes no fueron movilizados por Salinas Pliego ni por este ente nebuloso identificado como la "ultraderecha". Pero, aun suponiendo que, efectivamente, los ciudadanos fueran incapaces de pensar por ellos mismos y hayan obedecido, ciegamente, la convocatoria de un grupo de derecha extrema ¿no tendrían el derecho a decir "no"? ¿En el país más democrático del mundo la protesta debe pasar por el filtro de la autorización del poder?
Preocupan, también, las respuestas de la presidenta en los días posteriores a la marcha. Afirmó que no la amedrentan los gritos, sino que a ella "y al pueblo" los hacen más fuertes. Es una afirmación temible. ¿Quién es el pueblo? ¿Quiénes coincidan con ella? Los demás ¿engrosan esa ultraderecha que a nada tiene derecho, que sólo se manifiesta porque un empresario multimillonario se niega a aceptar la resolución de la Suprema Corte? Llama la atención por dos cosas: porque la presidenta sólo prestó atención a los gritos que exigían su salida, pero no a los reclamos de seguridad. Adicionalmente, identifica al país con su persona. Esto es grave. Sus palabras y sus posturas han sido reproducidas y han recibido soporte estruendoso en las redes sociales de parte de sus seguidores. Si la polarización era la forma habitual de relacionarnos, después del 15 de noviembre ha sido oficializada como la única posibilidad de pensar y analizar la política. Toda disidencia es inaceptable por provenir de la derecha y la ultraderecha, grupos que por definición, son indeseables y peligrosos.
Por otra parte, pocas veces se había visto que después de una protesta social los congresistas de la oficialidad manifestaran su apoyo total a la presidenta, como si ella hubiera sido víctima de un agravio inaceptable. No hubo ninguna afrenta, no hubo nada que no sea normal en toda social democrática: reclamos de una parte de la ciudadanía, múltiple; sí, opositores; sí, grupos de varias orientaciones políticas e ideológicas; sí, jóvenes; sí viejos; sí, madres buscadoras; sí, colectivos feministas; sí, gente que votó por el PRI y el PAN; sí, gente agraviada por la inseguridad; sí, mostrando rechazo a Morena, pero exigiendo algo que es imposible ocultar: el control del estado de la seguridad social. Así, surge la consigna: "Claudia o el fascismo". Nada más falso. Nada más provocador. Nada más polarizador. Nada más peligroso.
Hay diferentes versiones sobre la represión. Podría haber sido autorizada desde Palacio o ser resultado de las divisiones internas de Morena. Independientemente de cuál se correcta, la coyuntura parece venirle a la presidenta como anillo al dedo, que no a la sociedad. Su primer año de gobierno transcurrió entre sus esfuerzos por hacerse del poder sutilmente y responder a las presiones norteamericanas, sin contrariar a López Obrador; sus intentos han resultado poco exitosos. Una vez que el ex presidente se retiró a su rancho, la mayoría de los morenistas perdió la compostura y no ha tenido empacho en exhibir sus ambiciones, su soberbia y sus excesos. La presidenta ha tenido que lidiar con el desprestigio de Morena y mantener el equilibrio, sin incomodar mucho a López Obrador y haciendo esfuerzos por complacer a Trump. Al mismo tiempo, la política de seguridad, aunque diferente, se ha quedado corta: el poder territorial y militar del crimen organizado no ha sido siquiera contenido. La estrategia para enfrentar la protesta del 15 de noviembre podría dar elementos a la presidenta para tener que despreocuparse de jugar en dos bandas. Apretando tuercas, condenando la disidencia y reprimiéndola, la protesta social dejará de ponerla en contra la pared y de la política proteccionista del crimen organizado del ex presidente. Todo intento por descarrilar sus propósitos serán, desde ahora, peligrosas conjuras de la ultraderecha nacional e internacional por atentar contra un México pacífico que se transforma a pedir de boca.
La disyuntiva del país no es la que el poder quiere establecer en la agenda. Lo que estamos viviendo es el endurecimiento del régimen. La verdadera disyuntiva es democracia o autoritarismo.