"Los pleitos hay que ganarlos como propios y
perderlos como ajenos".
Anónimo.
Me propuse narrar los sucesos más relevantes de mi vida y llego a la conclusión que toda ella ha resultado fascinante, pues haciendo un poco de memoria encuentro que gran parte de mi niñez la pasé en mi tierra natal, que es la conocida Villa de Tapijulapa, hoy orgullosamente distinguida con el calificativo de "Pueblo Mágico". Allí mi vida transcurrió disfrutando diariamente de las frescas aguas que fluyen en los bellos ríos Amatán y Oxolotán que ahí se unen para formar el Río de la Sierra, que va tomando diferentes nombres hasta desembocar en el Golfo de México, faldeando previamente la majestuosa sierra tabasqueña que unida a la cordillera chiapaneca forma un conjunto de belleza natural impresionante.
Pues bien, allí estudié en la única escuela pública hasta el segundo grado de enseñanza primaria, donde tuve la inolvidable oportunidad de condescender con mis compañeros, cuya gran mayoría la constituían hijos de campesinos y con los que aún viven sigo conservando una amistad inquebrantable.
Allá por el año de 1949 mi padre nos trasladó para vivir en la capital del Estado con el propósito de procurarnos una mejor educación (destacando que en mi solar natal contábamos con excelentes profesores egresados de la Escuela Normal Rural "La Granja") y es así como mis hermanos y yo ingresamos en el Instituto Luis Gil Pérez. Al concluir mis estudios primarios me inscribí en el glorioso Instituto Juárez, donde estudié la secundaria y la preparatoria. Al terminar, mi padre había decidido trasladarme a Tapijulapa para ayudar a mi hermano mayor, Luis, en el ejercicio del comercio en la tienda de abarrotes que mi progenitor dejó cimentada desde muchos años atrás. Ese momento para mí fue muy crucial, pues yo ya había tomado la determinación de estudiar una carrera profesional, puesto que quería ser Licenciado en Derecho, pero además deseaba hacerlo en la Universidad Nacional Autónoma de México.
Ante tal dilema, me hice acompañar de mi hermano Luis para abordar a mi padre y explicarle la situación y afortunadamente no me costó mucho esfuerzo convencerlo, pues gratamente sorprendido por la noticia que le di me brindó todo el apoyo necesario para llevar a la realidad mis planes, dando comienzo a mi feliz vida universitaria.
En la UNAM procuré inscribirme siempre en los grupos en que impartían cátedras los mejores maestros, entre los que se contaban los Doctores en Derecho Raúl Cervantes Ahumada, Guillermo Floris Margadant, etc., quienes a la postre fueron grandes amigos míos; así como el mentor de varias generaciones de abogados, Rafael Rojina Villegas, el gran laborista José de Jesús Castorena, y muchos otros insignes docentes que dieron prestigio a nuestra honrosa Facultad de Derecho.
Una vez titulado había decidido quedarme a ejercer en la ciudad de México, en donde ya tenía establecido un modesto despacho ubicado en la céntrica calle Cinco de Mayo, muy cerca del Zócalo, asociado con un compañero de estudios. Apenas empezaba con mis primeros "pininos", cuando a finales de 1963 me agobiaron muchas tragedias familiares (muerte de mi hermano menor, accidente automovilístico de mi hermano Luis, enfermedad y muerte de mi padre y de mi abuelo materno) que me hicieron cambiar radicalmente mis proyectos y ocasionando que tuviera que venir a radicarme nuevamente a mi solar natal, en donde me vi obligado por los acontecimientos a comenzar el ejercicio de mi profesión con la apertura de los juicios sucesorios de mis dos queridos familiares. Siempre he dicho, que ése fue el inmerecido premio que recibí por haber culminado mis estudios profesionales. Así, tristemente tuve que abrir mi despacho en esta ciudad teniendo que olvidarme de radicar en la capital de la república, en donde además ya uno de mis queridos maestros había decidido hacerme su adjunto en la cátedra de Derecho Mercantil, materia que posteriormente impartí durante treinta y tres años en la Universidad Juárez Autónoma de Tabasco. Como puede apreciarse, la herencia mercantilista de mi padre predominó en mi vida profesional.
El despacho que me vi comprometido a abrir lo establecí originalmente en la casa que mi previsor padre había comprado ex profeso para tal efecto coincidentemente en la céntrica calle de Cinco de Mayo (igual que la de la ciudad de México), en donde ejercí durante más de veinte años, primero como abogado litigante, y posteriormente, como notario público. Esta última honrosa función exigía para mi mejor desempeño un mayor espacio, por lo que tuve necesidad de adquirir el inmueble ubicado en la esquina que forman las calles de José N. Rovirosa y Nicolás Bravo, en donde mandé a construir el edificio acorde a mis necesidades, en el cual llevo ejerciendo más de treinta años, gracias a la aceptación de mis fieles clientes, y en donde continuaré en la brega diaria mientras Dios me lo permita.
Tengo que distinguir dos etapas en mi vida profesional: La primera, como abogado litigante; y la segunda, como notario público. Inicialmente sucedió algo muy curioso que llamó poderosamente mi atención, pues me di cuenta que no era yo bien visto por mis colegas, en virtud de que no era egresado de la UJAT, celo que con el tiempo comprendí, y poco a poco fui limando asperezas, procurando condescender con ellos no solamente en las reuniones sociales sino sobre todo participando en las audiencias de los juzgados.
MIS COLEGAS LITIGANTES
En aquella época no éramos muchos los abogados postulantes y prácticamente nos conocíamos todos, pues los antiguos comenzaban a retirarse o iban falleciendo. Dentro de ellos recuerdo a uno joven que había que reconocer que era muy sagaz y en los asuntos que me tocó tenerlo como contraparte era preciso mantener el aplomo o serenidad ante cualquier circunstancia porque su táctica consistía en ofuscar al contrario para sacarlo de sus casillas, sobre todo cuando se daba el desahogo de pruebas testimoniales para desconcertar a los testigos, o en su caso, durante las confesionales, para invalidar los dichos de los protagonistas.
Durante el desahogo de las audiencias teníamos enconadas discusiones, pero al finalizar siempre procuré que el respeto mutuo campeara entre nosotros, pues era lógico que cada quien argumentara los derechos que asistían a sus representados, no dejándonos llevar por la pasión hasta llegar al grado de enemistarnos en lo personal. (Continuará)