El Ícaro tropical

En política, hay una enfermedad silenciosa que no aparece en manuales de medicina, pero que ha derribado imperios y ha marchitado carreras.

En política, hay una enfermedad silenciosa que no aparece en manuales de medicina, pero que ha derribado imperios y ha marchitado carreras: la ilusión de que la cercanía con el poder equivale a poseerlo. Es un síndrome tan viejo como la política misma, y sus síntomas incluyen soberbia, desconexión de la realidad y una peligrosa creencia de que todo lo que uno dice es verdad simplemente porque se pronuncia desde una silla importante.

La historia está llena de advertencias. A Nerón le bastó rodearse de quienes aplaudían sus delirios para convencerse de que su canto era sublime, mientras Roma ardía. El emperador Maximiliano creyó que el respaldo de Napoleón III lo haría eterno en México, ignorando que la lealtad prestada se evapora más rápido que el vino caro en una copa mal servida. Incluso líderes más cercanos en el tiempo, como Ferdinand Marcos en Filipinas o Alberto Fujimori en Perú, se hundieron por pensar que el poder absoluto también compra impunidad.

Hoy, un político local encarna esa misma ceguera. Confundió la cercanía con el presidente de turno con una especie de derecho divino, como si la bendición matutina lo hubiera vuelto intocable. Se convenció de que podía jugar con hierro incandescente, y que la gente (o los nuevos poderes) lo dejaría pasar. La historia, sin embargo, es cruel con quienes creen que la complicidad del momento es una garantía a futuro.

En su burbuja, el lujo y la apariencia sustituyen al conocimiento real. Comprar libros y cultura pop se convirtió, para él, en un ritual de autoafirmación: un trofeo más que un alimento intelectual. Viajar a Europa y beber vino de reserva no lo acercó a la cultura, sino a la caricatura del nuevo rico que confunde precio con valor. Y su casa en la zona más cara la Ciudad de México, lejos de ser un palacio, es un búnker al que llega oculto, temeroso de la mirada pública. El lujo, cuando es solo fachada, se parece demasiado a una celda con alfombra.

El poder prolongado y mal digerido produce trastornos que los psicólogos han descrito como "síndrome de la omnipotencia": pérdida de empatía, desprecio por las reglas, incapacidad para reconocer errores y una peligrosa tendencia a creer que se está por encima de todos. Margaret Thatcher, en sus últimos años como primera ministra, lo padeció hasta que su propio partido la derribó. En América Latina, tantos caudillos se han creído insustituibles que sus caídas han sido tan ruidosas como inevitables.

En este caso, el político en cuestión parece ignorar que la lealtad en la política mexicana es más transaccional que emocional. Hoy lo aplauden porque conviene; mañana, si deja de ser útil, lo negarán como San Pedro negó a Cristo. La cercanía con el poder presidencial no es herencia, es préstamo. Y los préstamos, tarde o temprano, se cobran.

La desconexión de la realidad es peligrosa no solo para el político que la padece, sino para la sociedad que lo tolera. Porque mientras él brinda con vino importado creyéndose un funcionario de talla mundial, el país carga con las consecuencias de su soberbia. La historia, que no olvida ni perdona, ya ha reservado su espacio para él en la misma estantería donde reposan los caídos que se creyeron más grandes de lo que fueron.

En política, la realidad siempre acaba tocando la puerta. El problema es que, cuando uno vive rodeado de aduladores, es fácil no escucharla... hasta que la derriba.