¿Estamos pensando la violencia con razón o reaccionando con pura emoción? La pregunta puede incomodar, sobre todo cuando México atraviesa otra ola de asesinatos y dolor, marcada en los últimos días por el crimen del presidente municipal de Uruapan, Carlos Alberto Manzo Rodríguez.
Justo en medio de la conmoción es cuando más falta nos hace pensar con calma, sin confundir la urgencia de actuar con el impulso de gritar.
Cada tragedia pública desata una avalancha de reacciones. En redes, en las calles y en las conversaciones se multiplican las explicaciones: la corrupción, la impunidad, el crimen organizado, los gobiernos pasados, los presentes, los de siempre. Creemos saber por qué pasa lo que pasa, pero rara vez nos detenemos a revisar si nuestras ideas se sostienen en algo más que en la indignación o el miedo. Así, terminamos creyendo lo que más consuela, no lo que es más cierto.
La racionalidad —una palabra a menudo mal entendida— no significa frialdad ni indiferencia. Ser racional no es dejar de sentir, sino pensar bien incluso cuando sentimos demasiado. Una sociedad racional no es la que reprime su enojo, sino la que lo transforma en juicio. Y juzgar no es condenar sin más: es mirar con cuidado antes de hablar.
La violencia en México no es solo un problema de hechos, es también de interpretación. Si pensamos que todo es culpa del gobierno, esperamos que cambie el gobierno; si creemos que el problema es del pueblo, nos resignamos y dejamos de exigir. En ambos casos, el razonamiento es limitado, porque se basa en pedazos de verdad, no en una comprensión completa del fenómeno.
Pensar la violencia con cabeza fría implica reconocer que nuestras creencias no siempre nacen de la evidencia, sino del deseo de encontrarle sentido a lo que duele. A veces actuamos sin pensar, como quien, huyendo del peligro, llega al borde de un precipicio y se convence de que puede saltar y sobrevivir, aunque la realidad diga lo contrario. Esa creencia, aunque falsa, le permite moverse, no quedarse inmóvil. Muchas de nuestras ideas colectivas funcionan igual: sirven para resistir, pero no para entender.
Pensar racionalmente la violencia es animarse a mirar más allá de esas creencias de consuelo. Es preguntarse si lo que decimos sobre el crimen, la justicia o el Estado se apoya en razones o solo en hábitos heredados.
Ahí entra algo más profundo: la responsabilidad. No somos culpables de todo lo que ocurre, pero sí de cómo llegamos a creer lo que creemos. Si compartimos rumores sin verificar, si repetimos juicios sin fundamento, si dejamos que la emoción sustituya al pensamiento, estamos renunciando a esa responsabilidad.
Tal vez haya quien diga que la teoría no sirve de nada cuando matan, hieren o asaltan. Pero incluso entonces, cuando el miedo domina y la razón parece un lujo, pensar sigue siendo una forma de defensa, porque la violencia no triunfa solo cuando destruye cuerpos, sino cuando consigue que dejemos de pensar con la cabeza fría. ¿Te has dado cuenta de que eso es precisamente lo que conviene a los violentos, a los políticos interesados y a uno que otro poderoso? Un país que reacciona, pero no razona.