Pretender planear la cultura podría parecer un equívoco. No pueden planearse los valores que dan sustento a la vida cotidiana de una sociedad ni mucho menos sus orígenes o sus manifestaciones recientes; pero el equívoco estriba justamente en tratar de planear el desarrollo socioeconómico, histórico, separado, alejado de los valores culturales compartidos por la sociedad.
Porque la cultura no sólo es la suma de algunas expresiones artísticas, sino el conjunto de valores que nos identifican, que dan cuenta del pasado común, que ayudan a construir el presente, que nos abren ventanas de las aspiraciones, y de los medios que nos conducen a alcanzar estas realizaciones.
Por eso la cultura no está, no puede estar divorciada del desarrollo. Al contrario, la cultura es lo que le da sentido, lo que llena de contenido la noción de bienestar del nivel de vida de la comunidad y define el camino que cada pueblo escoge para mejorar sus condiciones de vida.
El Desarrollo es una aspiración cultural. En consecuencia, su carácter democrático depende de su apego a los valores compartidos, precisamente. Pero, a la vez, la cultura y el desarrollo influyen, modifican y perfeccionan esos valores. Por eso su certidumbre descansa más en su fidelidad a la imagen mayoritaria del bienestar que en la mejoría de los indicadores socioeconómicos. La legitimidad del estado en la conducción del proceso de desarrollo sigue esta misma lógica: de ahí la preocupación constante por engarzar los proceso de producción, distribución y consumo a las pautas culturales de la sociedad; pero también la inquietud permanente de promover la participación y la identificación del trabajo cultural con las acciones de desarrollo, que pasan necesariamente por la superación del carácter exclusivista de la cultura para hacerla social, en el sentido amplio de la palabra. Social, sin excluir nunca lo individual, sino tomándolo siempre en cuenta.
Pero a riesgo de convertirla en unanimidad ideológica, el estado no puede invadir el espacio creador de la cultura constituido por la libertad. ¿Cuál es entonces el ámbito de responsabilidad y de competencia del estado en materia cultural? Me parece que tres son las tareas específicas: el rescate, el fomento y la difusión, estrechamente vinculadas al proceso de desarrollo. Por eso el método de que se vale el estado para llevarla a cabo, no puede ser otro que el que emplea en la promoción del desarrollo: la planeación democrática. Si el estado tiene definidos claramente los objetivos que pretende en materia cultural, resultaría absurdo que careciera de los mecanismos para encauzar sus acciones, para disponer su seguimiento y para evaluar sus resultados; o que creara sistemas paralelos para mantener la cultura asilada de la realidad social.
Si los instrumentos que utilizamos para planear el desarrollo han sido refrendados por la consulta popular, la planeación de las actividades culturales debe hacer suyos los mismos mecanismos, si estamos de acuerdo en que el objetivo es hacer que el desarrollo se apegue cada vez más a los valores populares. Estos valores, al rescatarse, fomentarse y difundirse actuarán, a su vez, como una especie de conciencia colectiva que permitirá al pueblo entender y reconocer un compromiso mutuo en las acciones del gobierno y en la suyas propias: trabajar con México para que los mexicanos vivamos mejor.
Evidentemente, quienes primero deben estar convencidos de este compromiso son quienes trabajan en la promoción de las actividades culturales en los estados fronterizos, donde resulta obligación ineludible preocuparse y ocuparse por ratificar todos los días una línea que no se define por kilómetros, sino por rasgos nacionales, por valores culturales. (…)
(Palabras en la inauguración del seminario sobre “Planeación, programación y administración cultural”, 25 de octubre de 1984. El lector podrá apreciar la actualidad de estos conceptos y también la evidencia de que permanece aquello que toma la cultura como referencia fundamental y con una idea rectora de gobierno)