La Extinción del Vecino (II)

Desigualdad cristalizada en el espacio

SEGUNDA DE DOS PARTES

La extinción de la vecindad no es democrática: es profundamente desigual.

En colonias privilegiadas, la cooperación vecinal no ha muerto: se ha privatizado. Asociaciones de vecinos, vigilancia privada, control de accesos, lobbying ante autoridades. Putnam demostró que las asociaciones voluntarias generan capital social que facilita la cooperación y mejora el bienestar colectivo. Pero cuando esta cooperación es exclusiva y selectiva, reproduce privilegios: vecindarios que blindan sus recursos, que controlan qué construcciones se permiten, que presionan para obtener mejores servicios públicos a costa de otras zonas (véase Residenciales de la Zona Country).

En barrios heterogéneos o informales, la historia es diferente. La precariedad laboral, la rotación de inquilinos, la competencia por recursos escasos —todo genera desconfianza. La falta de organizaciones vecinales efectivas deja a las personas vulnerables (desigualdades en distintas zonas de Atasta y Tamulté que se desarrollan de forma desigual). Sin embargo, aquí emerge algo extraordinario: en contextos de crisis, muchas vecindades populares activan redes de apoyo que las clases altas han olvidado cómo construir. Vecinos que cuidan niños, que comparten comida, que se organizan ante emergencias. Es capital social de supervivencia, no de privilegio.

Esta es la gran ironía: las clases que más han perdido la vecindad tradicional son las que más la necesitan (para salud mental, para sentido de comunidad, para contrarrestar el aislamiento), pero son las clases populares las que más dependen de ella en concreto, para resolver problemas materiales inmediatos.

Lo que se pierde cuando el vecino desaparece

Cuando se extingue la vecindad, no perdemos solo compañía. Perdemos:

1.     Información local: El vecino sabe qué calles son seguras, qué comercios son confiables, qué escuelas funcionan. Ese conocimiento tácito no está en Google Maps.

2.     Vigilancia colectiva: no la vigilancia policial, sino esa atención difusa que hace que alguien note si un anciano no ha salido en tres días, si un niño está solo demasiado tiempo.

3.     Normas sociales: La vecindad establece y vigila códigos de comportamiento que ninguna ley puede especificar: qué nivel de ruido es tolerable, cómo se comparte el espacio común, cómo se resuelven conflictos menores sin recurrir a autoridades externas.

4.     Resiliencia ante crisis: En Inundaciones, pandemias, las primeras respuestas son vecinales. Los sistemas formales tardan; los vecinos están ahí.

5.     Identidad y pertenencia: Un lugar se vuelve comunidad cuando la gente usa el pronombre "nosotros". Sin ese "nosotros", somos solo cuerpos compartiendo coordenadas geográficas.

¿Qué hacer cuando ya no sabemos ser vecinos?

No podemos (ni queremos) volver a la vecindad medieval donde la parroquia vigilaba tu moral. Pero tampoco podemos aceptar el atomismo total como destino inevitable. La vecindad moderna debe reinventarse, no recrearse.

1.     Diseñar para el encuentro: Espacios públicos de calidad (plazas, parques, mercados) donde el encuentro casual sea posible y placentero. No más condominios cerrados que eliminan toda interacción con el exterior.

2.     Regular el mercado inmobiliario: La rotación extrema destruye vecindad. Políticas de vivienda que favorezcan la permanencia (control de rentas, subsidios a inquilinos de largo plazo) no son nostalgias pasadistas sino inversión en capital social.

3.     Fortalecer organizaciones vecinales inclusivas: No asociaciones de propietarios que defienden valores inmobiliarios, sino organizaciones que integren diversidad sin reproducir exclusiones. Espacios donde inquilinos y propietarios, recién llegados y residentes antiguos, construyan agendas comunes.

4.     Redistribuir servicios públicos: La cooperación entre privilegiados no debe ser la única forma de obtener seguridad, limpieza, movilidad. El Estado debe proveer servicios universales de calidad para que la vecindad no sea estrategia de supervivencia sino espacio de encuentro voluntario.

5.     Educar para la convivencia: Hemos invertido siglos en enseñar a los individuos a ser libres, autónomos, críticos. No hemos invertido casi nada en enseñarles a convivir con la diferencia, a cooperar con desconocidos, a construir confianza donde no hay familiaridad previa.

Conclusiones

La relación con el vecino no es asunto privado ni nostálgia: es termómetro de salud cívica. En sociedades donde la proximidad se convierte en responsabilidad compartida, las instituciones funcionan mejor, la democracia se profundiza, la violencia disminuye. Donde la cercanía se reemplaza por el aislamiento o la exclusión, la fragilidad social crece como grieta silenciosa.

Putnam lo demostró en Italia: regiones con mayor capital social (redes de asociaciones, normas de reciprocidad, confianza) tenían gobiernos más eficientes y economías más dinámicas, independientemente de su riqueza material. No es la prosperidad la que genera capital social: es el capital social el que hace posible la prosperidad compartida.

El vecino que se extingue no es solo una pérdida afectiva: es la erosión de la infraestructura invisible que hace funcionar la vida urbana. Recuperar la vecindad no significa volver al pasado, sino diseñar un futuro donde la proximidad vuelva a tener sentido. Porque al final, seguimos necesitando lo mismo que necesitaron los mesopotámicos, los romanos, los mayas, los novohispanos: alguien en quien confiar cuando las instituciones formales no alcanzan. Alguien que esté ahí, no por obligación ni por contrato, sino porque compartir el espacio todavía significa algo.

La pregunta no es si podemos permitirnos recuperar la vecindad. La pregunta es si podemos permitirnos seguir sin ella. (Fin)