México enfrenta una de las crisis de salud pública más graves del mundo: el 72.4% de los adultos tiene sobrepeso u obesidad y 36.9% vive con obesidad clínica, según la Encuesta Nacional de Salud y Nutrición (ENSANUT,2021). Entre los niños, el panorama es igualmente alarmante: 37.7% de los escolares y 42.9% de los adolescentes presentan exceso de peso. Estas cifras no son el reflejo de "malas decisiones individuales", como suele sostener la narrativa empresarial, sino la consecuencia de un modelo económico que desde hace tres décadas privilegia al mercado sobre el interés social.
De la dieta tradicional al dominio de los ultraprocesados
En 1980, apenas el 7% de la población mexicana era obesa. Para 1988, la prevalencia en mujeres adultas alcanzaba el 10%. Sin embargo, tras la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) en 1994, las cifras comenzaron a dispararse: en 2012, la obesidad ya alcanzaba al 35% de la población (Rivera, Obesity Reviews, 2013).
Un estudio de Barry Popkin y Juan Rivera calculó que entre 1988 y 2012, la liberalización comercial explicaba hasta el 20% del aumento en la obesidad femenina. El motivo: el ingreso masivo de refrescos, botanas, carnes procesadas y productos con jarabe de maíz de alta fructosa, que desplazaron a la dieta tradicional mexicana basada en maíz, frijol y verduras. Hoy, México es el segundo país con mayor consumo de bebidas azucaradas en el mundo (OCDE, 2023), con un promedio de 163 litros per cápita al año.
El poder corporativo y la captura del Estado
Este cambio no fue espontáneo. Las principales multinacionales del sector (Coca-Cola, Nestlé, PepsiCo y Kellogg´s) han utilizado su poder económico para moldear la política alimentaria mexicana. Investigaciones de la ONG El Poder del Consumidor muestran cómo estas empresas han presionado para frenar impuestos más altos a los refrescos, debilitar el etiquetado frontal y mantener la publicidad dirigida a niños.
Un caso emblemático: en 2013, cuando México introdujo el impuesto especial a bebidas azucaradas (un peso por litro), Coca-Cola y PepsiCo hicieron lobby para reducir su alcance. El impuesto logró disminuir el consumo en un 6% el primer año y hasta 12% en hogares de bajos ingresos (BMJ, 2016), pero la industria impulsó versiones "light" con reducciones mínimas de azúcar para eludir la regulación.
En Chiapas, la situación es aún más grave: investigaciones de la UNAM y de la BBC documentan que Coca-Cola FEMSA ha extraído millones de litros de agua en San Cristóbal de las Casas, al tiempo que comunidades carecen de acceso a agua potable. En algunas localidades, el refresco es más accesible que el agua misma.
Comer sano es un lujo
La desigualdad agrava el problema. De acuerdo con la FAO (2020), el costo de una dieta saludable en LATAM es de aproximadamente $4.56 dólares por persona al día, mientras que el salario mínimo diario en 2025 equivale a unos $13 dólares en México. En otras palabras: una familia de cuatro personas tendría que destinar más del 35% de su ingreso diario solo para cubrir una dieta saludable.
Por contraste, los ultraprocesados son más baratos y ubicuos: un refresco de 600 ml puede costar menos de $15 pesos, mientras un litro de leche ronda los $25. Esta brecha explica por qué incluso en comunidades rurales pobres, más del 60% de las mujeres ya vive con sobrepeso u obesidad (CONAPO).
Los riesgos ocultos de los aditivos
El problema no es únicamente calórico. Muchos productos que dominan los anaqueles en México contienen nitritos y nitratos (carnes procesadas), clasificados por la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer (IARC) como carcinógenos probables. El jarabe de maíz de alta fructosa, ampliamente usado en refrescos, está asociado con mayor riesgo de hígado graso no alcohólico y resistencia a la insulina (NIH, 2019). Las grasas trans, prohibidas en la Unión Europea desde 2018, se siguieron usando en México hasta hace muy poco, pese a su relación directa con enfermedades cardiovasculares.
Más allá de la "responsabilidad individual"
La industria insiste en que la obesidad es cuestión de elección personal. Sin embargo, la OMS ha advertido que los entornos alimentarios condicionan las decisiones individuales. En un país donde la publicidad de refrescos invade escuelas, la comida rápida domina el mercado y los alimentos saludables son prohibitivos, hablar de "libre elección" es una falacia.
La narrativa neoliberal de la "autorregulación" y la "libertad de mercado" ha servido para encubrir la captura del sistema alimentario. Mientras las empresas privatizan sus ganancias, el Estado socializa las pérdidas: en 2020, los costos asociados a la obesidad y enfermedades derivadas alcanzaron los 82 a 92 mil millones de pesos (IMCO, 2020).
El reto político
La obesidad en México es mucho más que un problema de salud: es un espejo del modelo neoliberal que desde los noventa subordinó el interés social a la lógica del mercado. Gobiernos de todos los signos (priistas, panistas y morenistas) han evitado confrontar de fondo a la industria alimentaria, limitándose a medidas parciales como el etiquetado frontal de 2020.
El desafío va más allá de impuestos o campañas educativas. Implica subsidiar frutas y verduras, garantizar acceso universal al agua potable, restringir la publicidad de ultraprocesados, y recuperar la soberanía alimentaria frente a las cadenas globales.
De lo contrario, México seguirá atrapado en la paradoja de la pobreza obesa: un país donde los pobres no mueren de hambre, sino de comida chatarra.
(* Licenciado en Derecho por la UNAM, cuenta con estudios en Geografía por esta misma casa de estudios, además de contaduría y finanzas públicas en el IPN)