La corrupción no nace en los palacios de gobierno ni en los despachos de los políticos: germina mucho antes, en los actos cotidianos que parecen insignificantes. Está en el alumno que copia una tarea y presume haber engañado al maestro; en el automovilista que se pasa el semáforo "porque no viene nadie"; en quien ofrece una "mordida" para evitar una multa o acelerar un trámite. Esa pérdida del sentido ético es la antesala de una cultura de impunidad que nos atraviesa a todos.
El psicólogo Albert Bandura acuñó el concepto de la desvinculación moral, con el cual se puede explicar la progresión de la corrupción. Conforme crecemos y nos desarrollamos adquirimos estándares morales resultado de la educación y la exposición a la sociedad. La moral actúa como una brújula que nos castiga de forma interna cuando percibimos haber transgredido nuestros principios o una norma social. Sin embargo, podemos generar resistencia a la moral, y este es un proceso gradual en el que pequeñas acciones van entrenándonos para ignorar esa suerte de culpa, como una liga que se va estirando. Y todo empieza por conductas aparentemente inofensivas que se justifican, se minimizan, se eufemizan o incluso se generalizan; de ahí que frases como "todo el mundo lo hace" o las mentiras piadosas tengan implicaciones tan severas para el colectivo.
El problema no es nuevo, pero sí cada vez más visible. La ética, esa disciplina que debería ser el hilo conductor de la vida pública y privada, ha sido relegada a una asignatura decorativa, un discurso vacío o una materia optativa. Durante décadas, el sistema educativo ha priorizado la competencia sobre la conciencia, los resultados sobre el esfuerzo y el éxito individual sobre el bien común. En consecuencia, los valores se han vuelto accesorios, cuando deberían ser el cimiento de toda formación.
Un estudio publicado en la Revista Sinéctica (Diez-Martínez, 2015), advierte que la deshonestidad académica está normalizada en todos los niveles escolares. Copiar, plagiar o falsificar se perciben como faltas menores, cuando en realidad constituyen la primera grieta moral por donde se filtra la corrupción futura. La educación, que debiese ser un antídoto contra la corrupción, se ha convertido, sin quererlo, en su semillero.
En una encuesta de Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad (MCCI-Reforma de 2022), el 56.6 % de los entrevistados opinó que hay "mucha o algo de corrupción" en las escuelas públicas. Es un dato preocupante, no solo por la cifra, sino por lo que implica: los alumnos están aprendiendo que la trampa, el favor o la simulación son conductas aceptables si facilitan el camino.
Ese aprendizaje temprano se traslada a la vida adulta. No es casual que, en 2023, según Transparencia Mexicana, el 83 % de la población considerara la corrupción un problema frecuente o muy frecuente. Seis de cada diez mexicanos admiten haber sido víctimas de sobornos, extorsiones o abusos de autoridad. Y, aunque esas cifras suelen atribuirse al ámbito político, lo cierto es que la corrupción se reproduce desde abajo, alimentada por la normalización del engaño y la ausencia de consecuencias.
Algo similar se extrapola a la vialidad. El Informe de Seguridad Vial de México 2020, publicado por el Gobierno Federal, reporta miles de muertes anuales vinculadas a la imprudencia y al irrespeto de las normas de tránsito. La educación vial, impartida desde la infancia, tiene un efecto directo en la disminución de accidentes, porque enseña algo más profundo que las señales, enseña a respetar al otro.
En un estudio realizado en América Latina (Marín-Escobar, et.al.,2022), se demostró que incluir programas de ética vial en las escuelas mejora significativamente las actitudes hacia la convivencia y la seguridad pública. En otras palabras, la ética se aprende practicándola.
Esa misma lógica aplica para la vida cívica. El respeto a las normas, la honestidad, la empatía o la justicia no se imponen por decreto, se aprenden en el ejemplo diario. Cuando un niño ve que un adulto miente, evade o abusa, lo internaliza como conducta posible. Y cuando la sociedad entera normaliza esas conductas, el daño se vuelve estructural. No hay reforma institucional capaz de compensar la ausencia de integridad en la vida común.
La falta de principios ha sido una constante en la historia, pero si gente sin moral nos ha traído a un mundo así, gente con integridad puede llevarnos a otro puerto. Construir una sociedad ética es un compromiso colectivo que no debe ser delegado ciegamente a las leyes del Estado ni a las sanciones de la escuela. La aspiración es hacia una sociedad preventiva, empática y consciente, no una que deba esperar a ser castigada para pensar en el otro. Y esto es un ejercicio de todos los días desde que tenemos noción de la comunidad: ser coherentes con lo cierto y lo justo para respetar al prójimo.
(orgequirozcasanova@gmail.com)