«El buen médico trata la enfermedad; el gran médico trata al paciente que tiene la enfermedad.»
William Osler
Desde su descubrimiento, los antibióticos fueron un hito de la medicina moderna. Gracias a ellos, infecciones que antes eran mortales dejaron de ser una condena. Sin embargo, lo que fue un logro de la ciencia se ha convertido en un riesgo global. La resistencia a los antimicrobianos crece silenciosamente, y detrás de ella no solo hay bacterias adaptándose, sino también una profunda crisis de confianza en los sistemas de salud y una cultura de automedicación que se ha normalizado.
En México, la automedicación no es simplemente un acto de irresponsabilidad individual. Es, en buena medida, una respuesta social a la falta de acceso a un servicio público de salud de calidad. Cuando el derecho a la atención médica se convierte en una carrera de obstáculos (citas escasas, largas esperas, escasez de medicamentos o consultas de cinco minutos), el ciudadano promedio busca soluciones inmediatas. Y las encuentra, la mayoría de las veces, en la esquina de su colonia en la farmacia con consultorio.
A esto se suma que las farmacias sostienen un modelo de negocio donde la atención médica depende de la venta de medicamentos de determinada marca. El resultado es una consulta que muchas veces no prioriza la salud, sino el consumo. No es extraño que un dolor de garganta viral termine tratado con antibióticos innecesarios, o que un cuadro leve se medique por si acaso. Esa práctica cotidiana, repetida miles de veces al día en todo el país, alimenta sin querer la resistencia bacteriana.
Asimismo, se ha diseminado la percepción de la mala calidad o irregularidad en el suministro de medicamentos en el sector público. Se suele escuchar que, en los hospitales y clínicas del sistema nacional de salud, los antibióticos genéricos, cuando hay, tienen una eficacia cuestionable. No es raro oír incluso a los pacientes afirmar que los medicamentos del IMSS no sirven o que los del hospital son más débiles. Muchas veces esas nociones no se sustentan en evidencia farmacológica, pero, ciertas o falsas las alegaciones, reflejan algo más profundo: una pérdida de confianza en el Estado como garante de la salud.
En ese vacío, el conocimiento popular se vuelve protagonista. Se transmite de boca en boca la idea de que tal antibiótico siempre funciona, o que el tratamiento se puede suspender cuando uno se siente mejor. En muchas comunidades, el farmacéutico o el dependiente del mostrador sustituye al médico; en otras, los antibióticos se comparten entre familiares. La ciencia médica cede espacio a la sabiduría empírica que, aunque valiosa en otros ámbitos, aquí se convierte en un riesgo sanitario.
La desinformación también viaja por redes sociales y grupos de mensajería, donde se mezclan remedios caseros, mitos y recomendaciones sin fundamento. De nuevo, esto refuerza una población que confía menos en las instituciones médicas y más en la experiencia ajena y, como consecuencia, las bacterias ganan terreno. Por no mencionar el sinnúmero de reacciones adversas que se producen por la mala administración y combinación de los tratamientos.
El desafío no se resolverá solo con campañas de concientización que pidan no automedicarse. No únicamente. Es necesario reconstruir la confianza en el sistema público de salud por medio de hechos y datos, garantizando que cualquier persona, sin importar su nivel económico, pueda recibir atención digna, diagnósticos certeros y medicamentos de calidad comprobada. Un ciudadano que confía en su médico y en sus instituciones no necesita recurrir ni inventarse alternativas.
Esto toca otro tema menos obvio, y es que la resistencia antimicrobiana no surge únicamente del abuso de los medicamentos, sino que está fuertemente ligada a la desigualdad social y al deterioro institucional. Mientras una minoría puede pagar consultas privadas y antibióticos de última generación, la mayoría se ve forzada a optar por arriesgarse a un tratamiento inadecuado. Esa brecha de acceso, más que biológica, es profundamente política y muestra, una vez más, a la desigualdad como el problema axial de la sociedad.
Revertir esta tendencia exige una mirada integral. Por parte del sector público, los servicios de salud dejan mucho que desear en su atención y diligencia, y consolidar la fe en sus tratamientos es algo que solo se logrará diciendo la verdad con datos y controles de calidad serios. Las empresas farmacéuticas deben dejar de abusar de la necesidad de las personas para empezar a ofrecer medicamentos y consultas que sigan la tónica mencionada de los hospitales públicos. Y, como ciudadanos, debemos ser responsables en nuestro consumo de fármacos. Esto implica cumplir responsablemente con las indicaciones de uso, no automedicarse y acostumbrarnos a hablar con la verdad, cuestionando los testimonios sueltos o las aseveraciones sin pruebas. Sobre todo, nuestra filosofía debe encaminarse hacia una que entienda a la salud como un bien público y un derecho universal, no un discurso ni un privilegio.
(jorgequirozcasanova@gmail.com)