«Un refugiado es un refugiado, un niño es un niño y el miedo es el miedo. Destierro es destierro y una hipocresía es una hipocresía».
Jorge Drexler
La neurociencia suele avanzar empujada por la pura curiosidad: ¿cómo funciona el cerebro?, ¿cómo surge una maquinaria tan compleja?, ¿existe un código profundo, equivalente al ADN, que explique la mente humana? Los misterios son muchos, pero con la ventaja de que cada hallazgo puede transformarse en una herramienta o terapia. Sin embargo, el estudio del sistema nervioso no solo satisface la intriga humana y la búsqueda de salud; también sienta las bases de la comprensión elemental de nuestra conducta como especie. Es una forma de entender por qué reaccionamos como lo hacemos y, si se permite el atrevimiento, qué nos distingue como humanidad.
Una característica esencial de nuestra especie es que somos profundamente sociales. Para coordinarnos y convivir necesitamos el lenguaje, pero también habilidades más sutiles: interpretar gestos, leer estados de ánimo, anticipar intenciones. Sin esa arquitectura mental que nos permite entender al otro y reconocer sus patrones, la vida en grupo sería imposible (Singer y Klimecki, 2014).
Un ejemplo cotidiano revela hasta qué punto estamos conectados. Alguien se lastima, hace un gesto de dolor, y nosotros, como si el cuerpo tuviera un resorte oculto, también sufrimos. No recibimos el golpe, pero algo se mueve dentro de nosotros. Durante siglos ese reflejo se interpretó como una metáfora moral, una especie de sensibilidad aprendida. Hoy sabemos que no es metáfora, sino fisiología pura. El cerebro humano está construido para resonar con el estado emocional de quienes nos rodean, y esa resonancia fue decisiva para la cooperación, la crianza y, en consecuencia, para la supervivencia de nuestra especie (Patel et al., 2019). La empatía fue el pegamento que permitió que nuestros grupos prosperaran y que la cooperación se convirtiera en nuestra mayor fortaleza.
A finales de los años noventa, un experimento con macacos reveló una pista clave. Los investigadores observaron que ciertas neuronas se activaban tanto cuando el animal realizaba una acción como cuando simplemente veía a otro ejecutarla (Rizzolatti et al., 1996). Más tarde se descubrió que, en los humanos, ese efecto abarca algo más profundo que los movimientos: cuando observamos dolor en otra persona, se encienden las mismas regiones cerebrales que procesan nuestro propio dolor. No nos duele físicamente, pero sí sentimos una réplica emocional, un eco que nos informa, de manera inmediata e involuntaria, de la magnitud del sufrimiento ajeno. Esa experiencia es el fundamento de la compasión y de los impulsos que nos llevan a ayudar sin deliberación racional. Es biología social en acción.
El dolor ajeno no es neutro. Ver sufrir a alguien genera cambios fisiológicos medibles, como variaciones en la frecuencia cardiaca, contracciones musculares sutiles, expresiones faciales que imitamos sin darnos cuenta. Incluso se liberan sustancias como la oxitocina, que fortalece el impulso de proteger; el cortisol, si el sufrimiento se percibe como amenaza; y endorfinas, que amortiguan la incomodidad emocional de presenciar el dolor de otro. La empatía no es un ejercicio intelectual. Es, de hecho, una experiencia corporal completa.
Por ello, las manifestaciones somáticas de la empatía vienen con sus riesgos. Profesionales que conviven a diario con el sufrimiento, sean por ejemplo médicos, enfermeros, psicólogos o cuidadores, pueden desarrollar lo que se conoce como fatiga por compasión: un desgaste emocional que aparece cuando el dolor ajeno supera la capacidad de procesarlo. Aquí es fundamental distinguir empatía de compasión. La empatía nos hace sentir lo que el otro siente, mientras que la compasión permite comprender y acompañar sin hundirse en ese dolor. Para ayudar de verdad necesitamos ese equilibrio delicado, sentir con el otro, pero sin quedar atrapados en su sufrimiento.
También existe el extremo contrario, la ausencia o disminución de empatía. En ciertos trastornos neurológicos y psiquiátricos, la capacidad de resonar con el dolor ajeno se reduce notablemente. Pero incluso en personas sanas, la empatía puede disminuir cuando vemos al otro como demasiado distinto, lejano o etiquetado por una identidad que lo deshumaniza. Este apagamiento de la capacidad de ponerse en los zapatos del otro es especialmente peligroso: basta dejar de mirarlo para dejar de sentirlo (Depow et al., 2021). Y la historia nos ha reiterado cuán lejos puede llegar la indiferencia.
Hoy, en un mundo acelerado, hipertecnológico e indiferente, la empatía sigue siendo una herramienta vital para sostener la convivencia. No es un lujo moral ni un gesto sentimental; es un mecanismo biológico que mantiene unida a la especie, y casi un deber. El dolor ajeno nos toca porque estamos hechos para sentirnos y acompañarnos. Ejercitar la ayuda, según la ciencia y la cultura popular, se nos retribuye siempre. Las palabras seguirán perdiendo su significado día con día, pero la empatía, ese lenguaje no hablado, nos recuerda que no caminamos solos. (jorgequirozcasanova@gmail.com)