Plano tangente

EL CEREBRO MODERNO

«Que decidan por ellos, que se equivoquen. Que crezcan y que un día nos digan adiós».

Joan Manuel Serrat

Cada generación ha mirado con desconfianza a la siguiente, convencida de que sus hábitos novedosos condenarían al mundo al caos. En la Antigua Grecia, Sócrates advertía que la escritura debilitaría la memoria y el razonamiento oral, haciendo que las mentes se volvieran perezosas. Siglos después, la imprenta fue acusada de saturar las cabezas con información superflua, y la radio y la televisión, de erosionar la imaginación y fomentar la pasividad. Hoy, los adultos nos quejamos de los jóvenes inmersos en pantallas: que no se concentran, que se aburren con facilidad, que carecen de paciencia y persistencia para tareas profundas. Sin embargo, la historia de la humanidad y los avances en neurociencia siempre invitan a cuestionar: ¿no será otra vez que "todo tiempo pasado fue mejor"? 

El cerebro humano no es una entidad fija e inmutable; se forja en interacción constante con su entorno. Durante milenios, ese entorno fue estable, repetitivo y predecible: cazadores-recolectores dependían de patrones estacionales, agricultores de ciclos anuales, y sociedades preindustriales de ritmos diarios lentos. En contraste, el mundo actual es un torbellino de estímulos digitales. Exigir que los cerebros de los jóvenes, moldeados por este paisaje cognitivo acelerado, funcionen como los nuestros —formados en eras analógicas— es tan absurdo como pedirle a un perro que habite el mar solo porque sus ancestros algún día lo hicieron. La neuroplasticidad, esa capacidad del cerebro para reorganizarse en respuesta a experiencias, explica esta adaptación. Estudios recientes confirman que el uso de pantallas no solo altera hábitos, sino que reconfigura redes neuronales para priorizar la eficiencia en entornos dinámicos.

Lejos de ser meros destructores, las pantallas cultivan habilidades emergentes que son esenciales en la era digital. Lo que los adultos etiquetamos como "distracción" a menudo es una forma de hipervigilancia adaptativa: un cerebro entrenado para monitorear y responder a cambios rápidos en un entorno inestable. Los jóvenes de hoy exhiben una destreza notable en la multitarea, procesando información visual compleja a velocidades impresionantes, detectando patrones y símbolos. Por ejemplo, investigaciones sobre videojuegos, un pilar del tiempo en pantalla, muestran mejoras en la atención selectiva, la resolución espacial y la eficiencia en el filtrado de información irrelevante. 

Otro beneficio subestimado es la mayor tolerancia a la incertidumbre. Criada en un ecosistema donde las noticias, opiniones y normas sociales se actualizan en tiempo real, la juventud desarrolla una flexibilidad cognitiva superior. Esta habilidad permite adaptarse a contextos volátiles, como mercados laborales impredecibles o crisis globales. Un estudio en 2022 reveló que niños con más horas de videojuegos destacan en pruebas de control de impulsos y memoria de trabajo, claves para manejar la ambigüedad.

Además, las pantallas han forjado una alfabetización emocional única. Los jóvenes interpretan emociones en textos concisos, emojis, memes y silencios virtuales con una precisión que escapa a muchos adultos. Esta comunicación transformada no elimina la empatía; la redefine. Cuando se usan con propiedad, algunas redes sociales permiten explorar identidades, conectar con comunidades diversas y practicar la resolución de conflictos en entornos seguros. Asimismo, leer el "tono" en un mensaje o detectar sarcasmo en una publicación requiere una agudeza perceptiva adaptada al medio digital. No es una pérdida de lo no verbal, sino una evolución.

Su relación con el conocimiento también ha mutado. En lugar de memorizar hechos enciclopédicos, priorizan la búsqueda eficiente, la verificación cruzada y el aprendizaje cuando la necesidad aparece. Aplicaciones educativas y motores de búsqueda convierten sus cerebros en navegadores expertos, no en almacenes. Esto no equivale a ignorancia, sino a una estrategia pragmática en una era de información sobreabundante. 

Por supuesto, estos avances conllevan costos. La atención sostenida, la sensibilidad humana y la tolerancia al aburrimiento no emergen espontáneamente en un mundo individualizado de gratificaciones instantáneas; requieren trabajo deliberado. Sin embargo, el punto crucial es que ninguna generación cultiva habilidades obsoletas. El cerebro es reactivo, no nostálgico: si el futuro demanda concentración profunda, por ejemplo, en profesiones creativas o científicas, esta resurgirá con el entrenamiento adecuado. Debemos enseñar sin descalificar, acompañar sin idealizar el pasado y reconocer que educar implica preparar para un mundo que ya no dominamos por completo. Programas de alfabetización digital que integren habilidades socioemocionales pueden mitigar riesgos mientras maximizan beneficios. 

La escritura no destruyó la oralidad, sino que amplió el conocimiento; la televisión no mató la lectura, sino que diversificó las narrativas. El verdadero error radica en que percibimos el cambio como amenaza, no como transición inevitable. Cada innovación tecnológica ha provocado pánicos similares, pero la mente humana no se deteriora; se transforma. Es cierto que los cambios ahora son drásticos; y por eso mismo hay que aprovechar y dirigir la capacidad adaptativa del cerebro para dar frente a los nuevos paradigmas. Aunque cause extrañeza, el mundo va creando las mentes que necesita, solo hay que asegurarnos de que lleguen.