En México, alzar la voz siendo mujer puede condenarte al silencio más brutal: el del miedo, el del exilio o el de la muerte. Las defensoras de los derechos humanos, del territorio, del agua, de los pueblos originarios y de las mujeres, caminan cada día sobre una cuerda tensa entre la vida y la amenaza. Ellas no son solo activistas; son madres, hijas, líderes comunitarias, periodistas, abogadas... Son mujeres que el Estado no protege, aunque ellas sí estén defendiendo a México.
Ser mujer e indígena: la doble condena de alzar la voz
Sandra Estefana Domínguez Martínez era una mujer indígena mixe, abogada y defensora incansable de los derechos de las mujeres y de su comunidad. En 2020 denunció una red de funcionarios que compartían imágenes sexuales de mujeres indígenas —incluida ella— en grupos de WhatsApp. Hacerlo público fue un acto de valentía y de resistencia, pero también marcó su sentencia.
El 4 de octubre de 2024 desapareció en la zona fronteriza entre Oaxaca y Veracruz. Durante meses, su familia y colectivos exigieron su búsqueda. Medio año después, su cuerpo fue hallado en una fosa clandestina. También fue asesinado su esposo. El crimen sigue impune.
Sandra no fue víctima de la violencia común. Fue asesinada por ejercer su derecho a defender derechos. Fue castigada por denunciar la violencia machista desde las entrañas del propio sistema. Su nombre hoy forma parte de una lista que crece en silencio.
"Ya nos quitaron tanto que hasta el miedo se llevaron", decía una defensora ambiental del sur de Veracruz. Sandra también debió decirlo alguna vez. Pero no le dieron tiempo.
Las defensoras que el Estado no ve
En México, las defensoras viven entre amenazas, desplazamientos, estigmas y criminalización. Las cifras son claras: según la Red Nacional de Defensoras de Derechos Humanos, entre 2016 y 2023 se registraron más de 2,500 agresiones contra mujeres defensoras. Sin embargo, la impunidad prevalece. El Mecanismo Federal de Protección, creado para resguardar su vida, ha sido insuficiente, tardío y, en muchos casos, meramente decorativo.
La mayoría de las mujeres defensoras —indígenas, rurales, comunitarias— ni siquiera accede a este mecanismo. A muchas de ellas, el propio Estado las acusa de sedición, calumnias o de "estorbar el desarrollo". La criminalización se convierte en castigo para quien se atreve a incomodar al poder.
La sororidad como estrategia de resistencia
Pero no están solas. Frente al abandono institucional, las defensoras han creado redes de apoyo, colectivas feministas, espacios de acompañamiento legal, emocional y comunitario. La sororidad, en este contexto, no es solo un principio ético: es una estrategia de supervivencia.
Desde Chiapas hasta Sonora, desde la Sierra Tarahumara hasta la periferia de la Ciudad de México, cientos de mujeres se organizan para sostener la vida. Lo hacen entre fogones, entre aulas, entre asambleas, entre cantos. Lo hacen también desde el dolor, la rabia y la memoria de las que ya no están.
Y así, mientras el Estado calla o mira a otro lado, las mujeres continúan defendiendo el agua, la tierra, los cuerpos, la dignidad.
Defender la vida no debería costar la propia. Pero en México, a muchas mujeres como Sandra, se las ha condenado al olvido.
Ellas no buscaban ser mártires: querían justicia. No gritaban para ser escuchadas por la prensa, sino para ser respetadas en sus pueblos.
Y, sin embargo, su voz —aunque intenten apagarla— sigue encendiendo otras.
¿Quién defiende a las defensoras? Quizá la pregunta no es esa. La pregunta urgente es: ¿cuándo vamos a defenderlas todos? (Abogada y Escritora.)