Los símbolos son el lenguaje secreto de la política. No se trata únicamente de adornos ni gestos superficiales: concentran en sí mismos creencias, valores y proyectos colectivos. Desde los estandartes imperiales hasta las frases que repiten los gobernantes, los símbolos construyen identidad, cohesionan comunidades y, sobre todo, movilizan. Aristóteles afirmaba que la vida política inaugura una forma de existencia superior, imposible de alcanzar en soledad. En esa clave, el símbolo no sólo revela una idea: convoca a la acción.
Un hecho histórico curioso lo ilustra bien. En 1794, durante la Revolución Francesa, Maximilien Robespierre impulsó una ceremonia insólita denominada "Fiesta del Ser Supremo". En ella, los revolucionarios marcharon con estandartes azules, blancos y rojos, coronaron colinas artificiales y encendieron hogueras en honor a una divinidad abstracta que simbolizaba la virtud y la razón republicana. Aquella celebración parecía extraña para muchos, pero en realidad estaba cargada de propósito político: Robespierre buscaba sustituir los símbolos del catolicismo —arraigados en la vida cotidiana— por emblemas que legitimaran el nuevo orden revolucionario. La fiesta terminó en fracaso político, pero demostró que todo poder necesita anclarse en símbolos capaces de abrir el acceso a una realidad distinta, de movilizar y de proyectar un discurso colectivo.
Ahora bien, ¿qué es exactamente un símbolo? El concepto es problemático. La más elaborada "Filosofía de las Formas Simbólicas", de Ernst Cassirer (FCE, 1971), lo concibió de manera tan amplia que llegó a abarcar la cultura en su conjunto, comenzando por el lenguaje. A menudo se confunden los signos convencionales, que se limitan a indicar un sentido, con aquellos que, como sugería Johann Wolfgang Goethe, actúan como llaves que abren significados infinitos. A través de una imagen sencilla, el símbolo nos hace pensar en algo mucho más grande, algo que nunca puede explicarse del todo con palabras.
México vive estos días bajo el peso de símbolos de alto calibre. El 1 de septiembre, la presidenta Claudia Sheinbaum presentó su informe de gobierno, el primero en la historia encabezado por una mujer. No fue un simple trámite administrativo, fue una liturgia republicana sobria, con un significado que trasciende al acto mismo: inaugurar una nueva etapa en la memoria política del país. Ese mismo día, en la noche, los nuevos ministros de la Suprema Corte de Justicia —los primeros electos mediante un proceso democrático— rindieron protesta, en otro gesto cargado de simbolismo: la búsqueda de una justicia que refleje la voluntad popular, aun en medio de la controversia.
Lo interesante es que rara vez nos detenemos a pensar en que los sistemas políticos se leen mejor a través de sus símbolos que de sus discursos técnicos. El informe presidencial y la toma de protesta de los ministros no son simples formalidades: son una especie de rituales de legitimidad. Incluso la que el propio gobierno bautizó como "Cuarta Transformación" se ha convertido en un símbolo político, más allá de sus aciertos o fallas en la gestión pública. Como ocurre con todo emblema de poder, no se limita a describir una política, sino que se transforma en una narrativa identitaria, acompañada de frases que buscan calar en la memoria colectiva: "Por el bien de todos, primero los pobres"; "Que nadie se quede afuera y nadie se quede atrás"; o la reciente "Vamos bien y vamos a ir mejor".
Los símbolos, decía Kant, sirven para estimular la reflexión y nos hacen pensar sobre realidades que no se expresan directamente con palabras ("Crítica del juicio", Espasa, 1989). Son cimientos invisibles sobre los que se erigen los discursos públicos.
En México, en estos primeros días de septiembre, los símbolos nos recuerdan que el poder no solo se ejerce con decretos o presupuestos, sino con gestos cargados de significado. Si el ADN y el estado de salud de un sistema político pueden medirse en parte por la fuerza de sus símbolos, entonces el desafío es lograr que esos emblemas no se conviertan en meros clichés, sino que sigan orientando la vida colectiva hacia la justicia y la integración genuina de la comunidad.