Estas breves reflexiones son resultado de la discusión surgida con motivo de la defensa que el Presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, hace de las civilizaciones prehispánicas que existían aquí en lo que hoy es México, y de la satanización que hacen otros de calificar a los mexicas de salvajes, inhumanos, que practicaban sacrificios humanos.
En contraparte a esa discusión y controversia se suma la crítica acérrima sobre la crueldad, el salvajismo y los excesos que los españoles conquistadores realizaron con la civilización que existía en esos días aquí en América. No es nuestra intención en estos comentarios entrar en esa discusión y menos con la mentalidad de un hombre del siglo XXI pues hacer eso se me hace un anacronismo, fuera del lugar.
Creo además que el propósito del historiador o estudioso de la historia no es emitir juicios de valor y menos con una moral del siglo XXI sino narrar los hechos históricos tal y como sucedieron, lo más apegado a la realidad.
Nuestro propósito medular en los comentarios de hoy es señalar que aunque no les guste a muchos, lo mexicano viene de esas dos raíces: lo prehispánico y lo español, lo moreno y lo blanco. Nuestra esencia de lo mexicano viene de lo indígena y de lo español. Tanto Hernán Cortés y demás miembros de su ejército, aunque hayan sido unos aventureros criminales y genocidas, ellos fueron nuestros abuelos, al igual que nuestros abuelos han sido los descendientes de Cuauhtémoc. He aquí la contradicción y el trauma del mexicano.
Nuestra raza morena dominante en México ha sido el resultado de ese mestizaje que se gestó y maduró durante tres siglos de coloniaje y dominio español. Y aunque muchos renieguen de ello y se quisieran lavar la piel morena con agua oxigenada y tintes de pelo, pero eso es una realidad indiscutible.
Y dentro de ese trauma muchos mexicanos no sólo se avergüenzan de lo indígena, de ser mestizo, sino de pertenecer además a los vencidos, a una raza conquistada y derrotada. Por ello hemos sido un pueblo fracturado, dividido y en eterna pugna entre nosotros mismos desde que se promulgó nuestra independencia: yorkinos contra escoceses; centralistas contra federalistas; liberales contra conservadores; juaristas contra porfiristas. Y en nuestros días fifís contra chairos. Y así por los siglos de los siglos.
Y al afán de dominio de las potencias extranjeras como los Estados Unidos eso les ha convenido y beneficiado. Divide y vencerás, divide y explotarás. A dos siglos de nuestra “independencia”, quienes hoy nos llamamos mexicanos seguimos tan divididos, enfrentados y llenos de odio entre nosotros mismos como en el mismo siglo XIX. Ese siglo antepasado que estuvo azotado por guerras civiles, traiciones e invasiones externas dejó cicatrices de resentimientos, odios y venganzas entre los mexicanos: esas cicatrices se manifestaron luego durante los años cruentos de violencia extrema de la revolución mexicana y en los sangrientos enfrentamientos de las facciones del siglo XX.
En nuestros días, el alto índice de diaria criminalidad y de odio entre mexicanos; el valemadrismo de muchos mexicanos hacia otros mexicanos que se ha traducido en el aumento de contagios y muertos por el COVID; la venta ilegal y corrupta del patrimonio nacional a capitales extranjeros iniciada por Carlos Salinas; el desmantelamiento de PEMEX culminado por Calderón y Peña y los crímenes colectivos llevados a cabo durante 30 años por los pasados gobiernos del PRIAN, evidencian de sobra el odio y la falta de identidad nacional y carencia de amor por México que hay entre muchos mexicanos.
A principios del siglo XX el entonces presidente de los Estados Unidos, Woodrow Wilson, con el desprecio, odio y racismo propio de Donald Trump, Bill Gates y que muchos gringos sienten hacia nosotros dijo:
“Los mexicanos son así, no hay de qué preocuparnos. Ellos se encargan de matar por la espalda a sus valientes; lo llevan en la sangre, son traidores y cobardes…, sólo les interesa cuidar el plato de frijoles y el aguardiente que beben. Ellos mismos matarán a su Zapata y a su Pancho Villa, los conocemos de sobra, les gusta ser nuestros sirvientes. Esperemos un poco, ellos mismos se matarán entre ellos, no saben pelear con honor y menos vivir libres. Nacieron prietos y esclavos, nacieron nuestros”. Hasta aquí las palabras de Woodrow Wilson.
Esas palabras cargadas de odio, desprecio y racismo contra nosotros señalan un punto que ha perdurado por siempre en nuestra historia y que no deja de ser cierto: “ellos mismos se matarán entre ellos”. Por desgracia así ha sido; no hemos sido un pueblo unido. En pleno siglo XXI carecemos de un profundo sentido de identidad y orgullo nacional como lo tienen los japoneses, los alemanes, ingleses o franceses. Sólo nos unimos cuando juega la selección nacional de futbol.
Como lo hicimos en nuestro comentario pasado, la pandemia del COVID sacó a relucir lo poco solidario que somos con los demás y sacó a relucir también que los demás nos valen madre: me interesan más mis fiestas, mis festejos, mis vacaciones o la calle para no aburrirme que los demás miserables mortales. Éstos que se frieguen. Ante esa inconciencia, el mejor sistema de salud y hospitalario seguirá sufriendo el eterno castigo de Sísifo o rebotando contra la pared como el sapo.
Vuelvo a insistir: ¡URGE UNA REFORMA EDUCATIVA Y CULTURAL!