Una sola mirada por la ventana justifica la luz

Desde hace algunos años he cultivado el hábito de escribir historias a partir de una sola palabra

Desde hace algunos años he cultivado el hábito de escribir historias a partir de una sola palabra. A veces surge de una tarjeta de lotería, otras de un libro o de un objeto que en cierto momento se vuelve revelación. Es un ejercicio generoso: aviva la imaginación y afina el lenguaje.

Hace un tiempo escribí un relato anclado en la palabra "faro", y lo traigo a cuento esta semana porque el suplemento cultural "Ventana Sur" cumplió 50 números a finales de julio, un hito celebrado recientemente con un conversatorio donde se reconoció su valor. Comparto aquí esa historia, que me parece una analogía luminosa —y justa— de lo que representa este esfuerzo editorial.

En un rincón olvidado del mapa, donde el mar parece hablar en voz baja y las gaviotas trazan círculos sobre techos de teja salobre, existía un pequeño faro. No era imponente ni visible en cartas náuticas modernas. Su luz no alcanzaba los grandes barcos de acero que seguían rutas dictadas por satélites y algoritmos. Aquel faro, más que guía, era una promesa de regreso para quienes aún navegaban con los ojos bien abiertos y el corazón atento.

Cada noche, sin falta, un viejo farero trepaba los escalones de hierro, encendía la lámpara con manos curtidas por el salitre y dejaba que la luz danzara como un susurro sobre las olas. Solo un pescador —con su barca de madera y su silencio fiel— parecía notar aquella señal. Aquel faro era su norte. Su amarre invisible.

Pero un día, el farero no subió más. El faro se apagó y, con él, se oscureció también el sendero del pescador. Las noches se hicieron eternas y el mar se volvió aún más incierto. Hasta que, en una de esas noches sin luna ni luz, el pescador no regresó. Solo su barca, vacía, fue encontrada después, como un lamento flotando a la deriva.

El pueblo guardó silencio, como suelen hacerlo los lugares donde el viento sabe contar historias. Nadie quiso o supo encender de nuevo el faro. ¿Para qué, si nadie parecía mirar hacia él?

Un día, un hombre —sin más pretensión que la de no dejar que la oscuridad ganara— decidió convertirse en farero. Subió los mismos escalones, encendió la lámpara y dejó que la luz, aún débil, volviera a respirar sobre el mar. No lo hizo por nostalgia ni por romanticismo. Lo hizo por convicción, porque una sola mirada perdida entre las sombras bastaba para justificar la existencia de esa pequeña claridad. Porque, a veces, una chispa basta para que el mundo no se extravíe del todo.

Así es también la tarea de un suplemento cultural como "Ventana Sur", que cada sábado en Tabasco se convierte en ese faro discreto pero indispensable. En tiempos en que el ruido mediático nos arrastra como marejada, cuando las noticias veloces eclipsan la reflexión y el entretenimiento se mide en "likes", un suplemento cultural no busca competir, sino resistir.

"Ventana Sur" no impone caminos, los insinúa. No presenta la cultura como deber, la propone como espacio de encuentro. Es un vínculo entre la creación artística, el pensamiento profundo y la cotidianidad del lector que aún desea, aunque sea por un momento, detenerse y mirar. No se trata de ser vistos por todos, sino de alumbrar a quien todavía busca. De encender una llama en medio de la prisa. De invitar, sin estruendo, al goce silencioso de leer, contemplar, pensar e imaginar.

Como aquel faro encendido para nadie y para todos, "Ventana Sur" sabe que una sola mirada justifica su luz. Felicidades a todo el equipo que la hace brillar cada sábado, bajo la guía de Víctor Sámano Labastida.