Vicente Gómez Montero

El narrador que encendió la luz en el trópico

La literatura mexicana perdió a una de sus voces más silenciosas y, a la vez, más persistentes: Vicente Gómez Montero, narrador, dramaturgo, promotor cultural y locutor nacido en 1964, cuya obra creció como crecen los árboles del trópico: sin prisa, a la sombra, pero con raíces profundas y una presencia ineludible para quienes se detenían a mirar.

Gómez Montero fue un artesano de historias. Desde Las puertas del infierno hasta La enfermedad de la rosa, pasando por sus piezas dramáticas —como Los órganos milagrosos, obra con la que obtuvo un premio nacional de dramaturgia—, su escritura combinó lo íntimo y lo fantástico, lo histórico y lo cotidiano, con una sensibilidad que solo poseen quienes saben escuchar el temblor del mundo.

Su muerte no solo enluta a la literatura tabasqueña: enluta a una comunidad entera de lectores, actores, alumnos y colegas que encontraron en él no solo a un escritor, sino a un incansable promotor de la cultura, un hombre que trabajó para que la palabra escrita llegara a otros. Desde la Dirección de Fomento a la Lectura en el Instituto de Cultura de Tabasco hasta la Compañía Celestino Gorostiza, su labor se extendió mucho más allá de sus libros, iluminando caminos para nuevas generaciones.

Quizá uno de los gestos más hondos que deja tras de sí es el que le dedicó su amigo entrañable Efraín Gutiérrez en Relación de muertos. Allí, Gómez Montero vive para siempre en el cuento "Moronga azul", un retrato afectuoso y lleno de complicidades literarias que hoy resuena con una fuerza distinta. Ese cuento, leído ahora, se convierte en un pequeño altar narrativo: un sitio donde la amistad y la memoria dialogan con lo que ya no está, donde la literatura sostiene lo que la vida pierde.

Porque si algo definió a Vicente Gómez Montero fue esa mezcla rara de discreción y lucidez, de ternura y rigor, de vocación y resistencia. Escribía sin ruido, como quien enciende una vela en un cuarto oscuro para que otros encuentren la salida. Esa luz, la suya, no se apaga: queda en sus novelas, en su teatro, en su voz grabada, en los talleres que impartió, en los escenarios que dirigió, en el afecto que sembró.

Hoy, mientras las letras mexicanas bajan la cabeza, su obra sigue en pie. Y quizás, en alguna página que dejó escrita, todavía pueda escucharse su modo de mirar el mundo: suave, preciso, como lluvia que no anuncia, como luz que no presume.

Una elegía no alcanza para despedirlo.

Pero sí para decirle: gracias por las historias, Vicente. Aquí siguen.