A una gran distancia, allá en el más allá, está lo que llaman Paraíso

A una gran distancia, allá en el más allá, está lo que llaman Paraíso

Por muchas cosas malas que apunten las estadísticas del INE, en Tabasco no nos privamos de nada. Todo tipo de desastres naturales nos visitan con asiduidad y sin faltar a su cita: Lluvias inclementes, calor extenuante, terremotos generosos, huracanes y frentes fríos y tsunamis a la vista, y vivimos en un estado perpetuo electoral. Cuando no hay elecciones legales nos las inventamos. Siempre estamos en eso: en campaña política permanente. No nos proporciona bienestar alguno. Al contrario. Pero entretiene una barbaridad. El temblor fue un oasis en el imaginario tabasqueño, en pocos días nos hemos convertido en expertos de los huracanes que azotan las costas de Florida en estos días y estamos al tanto de lo que viene en las próximas semanas. Hemos estudiado una maestría en desastres que se avecinan en apenas unas horas. Pero lo que de verdad nos gusta, más bien nos apasiona, es la carrera electoral que inició legalmente. Los mercaderes de ilusiones

 garantizan

 que a una gran distancia,

 allá, en el más allá,

 está lo que llaman Paraíso…

Y nos lo creemos. La decepción viene después aunque la verdad, lo cierto, es que ya sabemos lo que va a ocurrir con nuestras esperanzas: Siempre son fallidas y por eso el golpe nunca es tan fuerte como para quebrar nuestras esperanzas en que algún día, -más tarde que temprano-, pero algún día, esto que llamamos Tabasco, nuestra tierra plagada de colores y olores y sabores mágicos y adictivos tenga remedio. Nos urge aire, -que escasea dramáticamente-, para respirar. Mientras que la personalidad de muchos de los pueblos de México, como la de los hombres, es la de querer imitar a alguien sin conseguirlo en tabasco somos muy nuestros. Se trata de una esencialidad con muchas peculiaridades y quizá se vaya insistido demasiado en el individualismo, basándose entre otras cosas en el hecho de que no haya coros y el que canta esté solo trente al silencio.

Por Antonio López de la Iglesia