Adiós a un gran heterodoxo

Fallece el autor mexicano Sergio Pitol

Fue Sergio Pitol quien una vez me contó su último encuentro con José Carlos Becerra, antes de que éste muriera en un accidente automovilístico.

Se encontraron en una casa en Londres, junto con Carlos Fuentes y Hugo Gutiérrez Vega. Sergio rescató de aquella noche la siguiente impresión sobre el poeta tabasqueño: parecía tener siempre prisa, como si lo estuvieran esperando en otro punto.

Curiosamente Pitol, que viajó mucho por muchos lugares de Europa del este, no parecía tener nunca prisa; al contrario, cuando se encontraba con alguien, ya sea en la Facultad de Filosofía y Letras, donde daba clases de literatura comparada, o cuando recibía a alguien en su casa, ubicada frente a la plaza de la Conchita, en Coyoacán, envolvía a sus oyentes con la virtud de un narrador oral nato, que las horas pasaban sin que los oyentes se percataran de la luz dorada sobre los muebles de caoba o los lomos de los libros, que se alzaban hasta el techo.

En algún momento, con su cara de niño asombrado, su narración trastabillaba, algo parecido a un leve tartamudeo, que los presentes olvidaban rápido, conforme se expandía la plática. Nadie imaginaba que ese ligero tic se volvería funesto y acabaría con esa virtud pitoliana mucho antes de que se cumpliera su hora.   

Esa cualidad de contar siempre las cosas como si fueran extraordinarias es la misma que envuelve su obra narrativa, el asombro de describir todo como si fuera la primera vez. A veces parecía imposible creer que aquel hombre jovial hubiera tenido una infancia enfermiza en su natal Potrero, Veracruz.

Cuando regresó de sus largo periplo por el mundo, se instaló en la Ciudad de México con cierta nostalgia, pues el altiplano ya no era la región más transparente de sus tiempos de juventud.

A la Facultad llegaba en un automóvil sedán cuatro puertas, sentado en la parte de atrás y con el brazo sujeto a la argolla, a su lado iba su inseparable amigo “Shacho”, un perro lanudo border collie. Pitol bajaba del coche impecablemente vestido con saco de tweed y pantalón de pana, jalado casi en volandas por la gigantesca mascota. Los alumnos abrían paso por el pasillo conocido popularmente como “el aeropuerto”, deseando que el al maestro no trastabillara. Con un poco más de imaginación, bien podría pensarse que estaba agarrando pista para alzar el vuelo.  

Una vez expresó su deseo de venir a Tabasco, tierra que había visitado hacía muchos años, acompañado por su amigo Carlos Monsiváis, y de la que recordaba una lluvia imparable semejante a la de Rashomon. Luego de varias llamadas a los escritores Francisco Magaña y Ciprián Cabrera, se concretó el viaje. Pitol vino un verano invitado por la Universidad Juárez Autónoma de Tabasco, a dar una conferencia  titulada: “El taller de un escritor”.

Durante su estancia, una mañana en la terraza del hotel Graham, frente a la Laguna de las Ilusiones, el novelista habló de la importancia del clima, del entorno en la trama de sus relatos y novelas. No tenían que considerarse meros accesorios exóticos, sino que debían jugar un papel principal para moldear el carácter de sus personajes, a veces hasta el extremo de la locura. Ese principio se halla en los seres que deambulan en la novela “Domar a la divina garza” o en relatos como “Nocturno de Bujara”.

Navegando sobre el río Grijalba, arriba del Capitán Beuló, Pitol no dejó de hablar sobre sus grandes pasiones literarias: los rusos, especialmente Gogol, Tolstoi, Chejov y Bulgákov. Su curiosidad lo llevó a adentrarse en las obras de escritores que no estuvieron en el centro, sino en las periferias, quizá porque el mismo con su obra se sentía otro excéntrico: Brandys, Wilcock, Gombrowicz y todos esos nombres raros que pueblan la colección que con apoyo de la editora Beatriz de Moura dirigió en Tusquet, bajo el nombre de “Los heterodoxos”.

Con su partida se esfuman estos detalles cotidianos de quien sin duda también fue un gran heterodoxo.