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OPINIÓN
Desde el observatorio
La marcha del 15 de noviembre dejó una imagen que, más que un evento aislado, se convirtió en un recordatorio de un debate que México no ha terminado de resolver: la distancia entre lo que la ley establece y lo que la ciudadanía percibe como legítimo. En un país donde los textos constitucionales se presumen suficientes para garantizar derechos, esta movilización subrayó una verdad elemental: los derechos no solo deben existir en papel, sino sentirse vivos y protegidos en la vida pública.
Desde el punto de vista jurídico, la marcha reactiva una discusión necesaria sobre el alcance real de tres libertades fundamentales: el derecho a la libre expresión, el derecho de manifestación (artículos 6, 7 y 9 constitucionales) y el derecho a la participación ciudadana dentro de una democracia plural. Aunque estas libertades están claramente reconocidas, su ejercicio enfrenta tensiones que la marcha volvió visibles. La existencia de un derecho no siempre garantiza su ejercicio pleno, especialmente cuando la política pública o el discurso institucional parecen desincentivar la participación.
Max Weber ayuda a comprender este escenario al distinguir entre legalidad y legitimidad. Para él, un Estado no se sostiene únicamente en normas y procedimientos, sino en la aceptación social del poder que ejerce. Algo puede ser legal, emitido conforme a la norma, pero perder legitimidad cuando la ciudadanía deja de considerarlo justo o adecuado. Cuando esta distancia crece, surge una crisis de legitimidad que empuja a la acción social colectiva. Desde esta perspectiva, la marcha del 15 de noviembre puede interpretarse como una acción social significativa, en la que miles de personas expresaron que la legitimidad no se impone desde el poder, sino que se construye con la aceptación de quienes delegan la autoridad.
En esa misma línea, Jean-Jacques Rousseau ilumina el fenómeno desde su teoría del contrato social. Para él, la soberanía reside en el pueblo, y el Estado solo es legítimo cuando actúa conforme a la voluntad general. Cuando la ciudadanía percibe que las decisiones del gobierno se alejan de esa voluntad, se rompe el equilibrio del contrato social y la gente vuelve al espacio público para recordarlo. Así, la marcha del 15 de noviembre no fue un acto de confrontación, sino una reafirmación de soberanía: un recordatorio de que el poder no pertenece al Estado, sino al pueblo que lo delega y que también tiene el derecho de exigir coherencia entre la legalidad formal y la legitimidad que emana de la voluntad colectiva.
Otro aspecto relevante es el papel del uso legítimo de la fuerza pública, regulado por la Ley Nacional sobre el Uso de la Fuerza. Manifestarse es un derecho y su protección interesa no solo a quienes participan, sino al Estado de derecho en su conjunto. La ausencia de confrontaciones permitió que la protesta transitara con mayor aceptación social, pero también dejó abierta la pregunta sobre si ese trato es uniforme para todas las manifestaciones o si depende del tema y la narrativa política en turno.
La marcha, finalmente, dejó una enseñanza silenciosa: la democracia no se reduce a procesos electorales ni a instituciones formales. También vive en la calle, en la voz pública, en el ejercicio activo de las libertades. La legitimidad nace cuando lo legal se acompaña de confianza ciudadana; cuando el aparato institucional escucha más allá de sí mismo; cuando el disenso deja de interpretarse como amenaza y se reconoce como parte esencial de la vida democrática.
El 15 de noviembre no resolvió problemas, pero dejó una interrogante necesaria: ¿puede lo legal sostenerse sin lo legítimo? La respuesta no se encuentra únicamente en los códigos ni en los discursos oficiales, sino en la capacidad del Estado y de la ciudadanía para construir un espacio común donde ambas dimensiones convivan. La marcha no fue solo una protesta, sino un recordatorio de que México aún busca ese equilibrio.
La reflexión se vuelve entonces doble: por un lado, hacia el Estado, al que se le exige coherencia entre lo que dice y lo que hace; por otro, hacia la ciudadanía, a la que se le recuerda que la democracia no es un "servicio" que se recibe, sino una responsabilidad que se ejerce. Un Estado sin ciudadanía activa se vuelve autorreferencial. Una ciudadanía sin memoria ni compromiso convierte sus propias marchas en episodios aislados que no transforman nada.
Tal vez lo más honesto que deja la marcha del 15 de noviembre es esta sensación ambivalente: esperanza porque todavía hay gente dispuesta a salir a la calle por algo que considera valioso; preocupación porque ese gesto no garantiza, por sí mismo, que lo legítimo termine influyendo en lo legal. (* Colaborador del Observatorio sobre Derechos Humanos, Migrantes y Refugiados – UJAT
ariellevi624@gmail.com)
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