OPINIÓN

El fuego y la palabra
14/11/2025

Leer para no olvidar: la llama que no se extingue

En su célebre novela "El nombre de la rosa", Umberto Eco dio vida a Jorge de Burgos, el monje ciego que envenenaba las páginas del segundo libro de la "Poética" de Aristóteles porque creía que la risa era peligrosa para el alma. En esa trama, hombres mueren por tocar esas páginas prohibidas. Eco nos legó con ello una metáfora luminosa: el miedo al libro como agente de cambio. Burgos teme tanto su poder transformador que está dispuesto a matar para impedir la lectura. Por contraste, comprendemos una verdad esencial: los libros son artefactos subversivos, capaces de transformar civilizaciones.

El pasado 12 de noviembre, México conmemoró el Día Nacional del Libro en honor al natalicio de Sor Juana Inés de la Cruz, la Décima Musa que desafió los límites de su tiempo a través del conocimiento escrito. La fecha invita a pensar qué hace del libro un vehículo insustituible para la transmisión del saber humano, en una era en que la información se disuelve entre pantallas y algoritmos.

Desde las tablillas de arcilla donde Sin-Leqi-Unninni grabó la "Epopeya de Gilgamesh" —hace más de tres milenios— hasta los archivos digitales de nuestro presente, el libro ha sido la forma más perdurable del pensamiento. Aquella narración mesopotámica no solo relataba las hazañas de un rey, sino que tendía un puente entre los siglos. Todavía hoy conmueve con su meditación sobre la mortalidad y el sentido de la existencia, recordándonos que un solo libro puede convertirse en manantial de civilizaciones enteras.

La materialidad del libro —su peso, su textura y su olor que tanto me enamoran— establece una relación íntima con el conocimiento. No es casual que Bill Gates haya pagado más de treinta millones de dólares por el "Códice Leicester" de Leonardo da Vinci, un cuaderno de apenas setenta páginas, escrito al revés, donde se cruzan intuiciones sobre la luz, el agua y los fósiles. Gates no compró información: adquirió pensamiento en estado puro, el pulso intelectual de Leonardo preservado en tinta y papel.

Los libros, además de conservar —como en ese caso—, concentran y destilan la mente humana. Marcel Proust dedicó trece años a escribir "En busca del tiempo perdido", una obra de más de un millón de palabras que el "Libro Guinness" reconoce como la más extensa jamás escrita. Su estructura —siete tomos publicados entre 1913 y 1927— es una catedral de la memoria que explora cómo un aroma o un sabor pueden reanimar la vida entera. Proust comprendió que la literatura no imita la realidad, sino que la reconstituye desde la conciencia.

Esa capacidad de los libros para provocar metamorfosis interiores explica su historia de censuras, hogueras y prohibiciones. Durante siglos se creyó que la Biblioteca de Alejandría había sido destruida por un único incendio. Pero investigaciones recientes, como las del profesor de Geografía e Historia Daniel Hidalgo, revelan algo más complejo y, acaso, más simbólico: no fue un cataclismo sino la indiferencia lo que acabó con ella. La dejadez romana resultó más letal que el fuego. Los libros no mueren por accidente, sino por abandono.

Por eso los monjes de la Edad Media, al copiar pacientemente manuscritos en los "scriptorium" — salas de escritura de los monasterios europeos—, realizaron una hazaña civilizatoria. Cada letra trazada a mano era un acto de resistencia frente al olvido. Ese fervor por preservar el conocimiento allanó el camino para una de las mayores invenciones de la humanidad: la imprenta de Johannes Gutenberg, hacia 1440.

La imprenta multiplicó los libros por decenas de miles y, con ellos, la conciencia. Sacó el saber de los conventos y lo puso en manos del pueblo. Convirtió la lectura en una forma de emancipación. El libro impreso, además de transmitir información, difundía la posibilidad misma de pensar con libertad, de cuestionar las jerarquías y de construir un mundo nuevo sobre los cimientos del antiguo.

Cinco siglos después, el libro enfrenta un nuevo desafío. La abundancia de información, paradójicamente, amenaza la comprensión. En un entorno saturado de datos, el libro ofrece la experiencia opuesta: la pausa. Nos obliga a permanecer, a escuchar, a demorarnos en la hondura de una idea. Frente a la fugacidad del clic, la lectura propone un tiempo humano, lento, interior, transformador.

Sor Juana lo sabía. Encerrada en su celda, rodeada de volúmenes que eran su refugio y su espejo, convirtió la lectura en el instrumento de su libertad y escribió para afirmar su derecho a pensar. Cuando México celebra cada 12 de noviembre el Día Nacional del Libro en su honor, recuerda a una poeta y celebra la victoria del pensamiento sobre la censura y la ignorancia.

No exagero al decir que los libros son lo más cercano que hemos creado a la inmortalidad. En ellos los muertos siguen hablando y, mientras alguien lea, seguirán enseñándonos, cuestionándonos, desafiándonos a ser dignos de la herencia que resguardan. Leer es, al final, un acto de continuidad, una forma silenciosa y obstinada de mantener encendido el fuego del conocimiento.





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