El imperio de lo efímero

Según el periodista y escritor argentino, hubo un momento en que los grandes inventores del capitalismo se desesperaron

Mi refrigerador no ajustaba ni un año de uso cuando, sin previo aviso, el lunes de esta semana paró su corazón. Turbado por la situación acudí a foros de consulta y tutoriales en diferentes páginas de Internet, como suele hacerlo quien reconoce su incompetencia en el manejo de tales imprevistos. Las respuestas eran lapidarias: “falla común en este tipo de electrodomésticos”.

Contrariado por el resultado, pedí a un técnico que confirmara el diagnóstico tras revisar el artefacto: hoy por hoy los compresores con bobinas de aluminio tienen mayores pérdidas que las de cobre, porque este último metal es mejor conductor, soporta altas cargas y tiene mayor resistencia a la tracción. Lamentablemente, los frigoríficos de “última generación” y los “ahorradores de energía” no vienen ataviados con esas propiedades. Aun con la esperanza de hacer efectiva la garantía, había sido presa fácil de lo efímero.

Por extrañas casualidades del destino, el mismo lunes por la mañana disfruté el texto que Martín Caparrós publicó en la edición más reciente del suplemento dominical “El país semanal”. Lo tituló: “La palabra obsolescencia”.

Según el periodista y escritor argentino, hubo un momento en que los grandes inventores del capitalismo se desesperaron; estaban produciendo objetos tan bien hechos que duraban demasiado y, en consecuencia, se vendían mucho menos. Fue entonces cuando “los fabricantes de lamparitas o bombillas se confabularon y juraron no producir ninguna que pudiera brillar más de 1000 horas: habían inventado el agua tibia. Y la probaron con el dedo y les gustó y empezaron a aplicar el criterio a otros inventos: las medias de nailon, por ejemplo, que no se rompían ni a palos, se volvieron quebradizas. Y se les ocurrió que los coches debían tener modelos: el de este año humillaba al del año pasado, lo volvía patinete. Seguían, en realidad, el ejemplo de la moda: la idea extraordinaria de que alguien pudiera no usar la chaqueta del año anterior porque era obsoleta”.

Como era de esperarse, el escenario dio lugar a millonarios negocios a costa de un mayor consumismo. Se multiplicó la compra-venta de objetos (y ni qué decir de las refacciones) y surgió una cruel dicotomía: las fortunas de unos pocos al alza y el poder adquisitivo de los muchos a la baja. Es una pesada losa que los capitalistas tratan de justificar arguyendo “que eso es lo que hace funcionar el mundo, lo que hace que millones y millones tengan un trabajo, cobren, paguen, coman, sueñen, duerman, puedan comprar más y más cosas: vivan”.

Lo funesto de la escena ya había sido vaticinado por Alvin Toffler en varias de sus obras, principalmente en “El shock del futuro”, en la que se refirió a la aceleración del cambio en nuestro tiempo como una fuerza elemental contra la que lidiamos. El hecho de que las personas estén sometidas no solo al consumismo sino a un cambio excesivo -en un lapso demasiado breve- les provoca desastrosas tensiones y desorientaciones. Al sociólogo estadounidense le alarmaba sobremanera que la mitad de toda la energía consumida por el hombre durante los últimos 2000 años hubiese ocurrido en el curso del último siglo, en cierta medida por la espectacular aceleración del crecimiento económico y la producción industrial.

El escozor de Toffler desemboca en un dato inquietante: la producción total de artículos y servicios se multiplica por dos cada quince años. En términos generales, el niño que alcanza la adolescencia se encuentra rodeado de una cantidad de cosas hechas por el hombre que representa el doble de las que tenían sus padres cuando él estaba en la infancia. Habida cuenta de que la progresión es geométrica, cuando el individuo llegue a la vejez, la sociedad en que vive producirá treinta y dos veces más que cuando él nació.

Por décadas, Zygmunt Bauman fue otro de los pensadores más críticos del consumismo y lo efímero. Sostuvo que la globalización y la rápida circulación de objetos creaban una comunidad desenfrenada, sin identidad y gobernada por el afán único de comprar. Usó el concepto de “lo líquido” para exponer que lo antes considerado “para toda la vida” (lo sólido) se ha desvanecido como parte de un proceso ansioso de novedades. Son objetos líquidos y hasta relaciones líquidas que terminan de la misma forma que el agua: evaporándose, desapareciendo.

Deduzco que la intensa necesidad de consumir y cambiar las cosas suele ser forzada por los grandes intereses económicos que han cerrado la posibilidad de acceder a lo duradero para obnubilarnos con la promesa de lo moderno, lo de “última generación”, pero también fugaz, como en mi caso con el refrigerador. Frente al paredón: la compra o la vida.

Postdata: lo breve no siempre es malo ni insignificante. El buen estilo de las palabras indispensables, la precisión y la necesidad de abreviar es una grata y agradecida tarea. Así lo escribió Alfonso Reyes en su magistral texto “Elogio de un diario pequeño”, evocado atinadamente en las páginas de Diario Presente el pasado 23 de abril.