Estadistas en tiempos de crisis
Déjenme decirles que la diferencia entre un estadista y un gobernante ordinario es clara
Generalmente suponemos que una crisis tiene connotación negativa, porque acarrea muchos problemas y profundiza rezagos, sobre todo si es económica. No es para menos, pues cuando el gasto social se ve disminuido por la falta de crecimiento económico; cuando el desempleo y los ingresos familiares afectan el acceso a la salud y la seguridad social; cuando muchas personas pierden la cobertura de gastos de atención médica que cubrían sus patrones, se ven en la necesidad de elegir entre comprar alimentos o medicamentos.
Es normal que en medio de la problemática sanitaria a causa de la pandemia de Covid-19 que estamos enfrentando no se hable tanto de este escenario a corto plazo; sin embargo, es imposible negar que los indicadores económicos son desfavorables y la recuperación podría tardar hasta una década.
Aun con todo el contexto pesimista que se yergue sobre nuestras vidas, toda vez que la letalidad del coronavirus es mayor que la dinámica económica, pocas veces advertimos que la crisis también puede ser un valioso punto de inflexión que permite repensar políticas y estrategias. La crisis que ahora enfrenta el mundo se muestra como una oportunidad para que los gobernantes hagan gala de sus atributos de estadistas y puedan mejorar indicadores sociales y económicos, como los de bienestar, salud y empleo, casi siempre calificados en condiciones de atraso.
Déjenme decirles que la diferencia entre un estadista y un gobernante ordinario es clara. Se observa sobre todo en la calidad de las decisiones que toma en momentos de apremio. Un estadista es visionario y por lo mismo suele abandonar el camino que había trazado –si las condiciones cambian- para emprender una ruta distinta, que implique un viraje histórico, con el fin de proteger a la sociedad. Casi siempre, su ideología y visión del mundo están en correspondencia con las características de la crisis que le ha tocado enfrentar.
Winston Churchill decía que un gobernante ordinario es una especie de político que piensa en la siguiente elección, mientras que un estadista lo hace en la próxima generación.
Para ejemplificar esta diferencia sustancial, les platico un pasaje de la historia de Estados Unidos, donde encontramos a dos gobernantes que, ante un mismo hecho, obtuvieron resultados diferentes.
Herbert Hoover gobernó Estados Unidos entre 1929 y 1933. Seguramente ustedes saben que en 1929 la nación norteamericana sufrió el derrumbe de su economía y vivió una de las peores depresiones de su historia. El Producto Nacional Bruto se desplomó un 27 por ciento y Hoover se quedó empantanado y perdido. Fue incapaz de tomar las medidas que sacaran a la economía de las profundidades de la crisis. En cambio, Franklin Delano Roosevelt, el sucesor, fue resuelto y audaz, no solo intuyó la magnitud de la crisis, sino que la enfrentó, la superó y sentó las bases para el renacer de un nuevo Estados Unidos.
Mientras que Hoover vaciló prometiendo soluciones muy radicales y un conjunto incoherente de medidas políticas, Roosevelt solo prometió acción y reunió en torno suyo a un grupo de intelectuales que sugirieron una serie de pautas para enfrentar la crisis. Puso la maquinaria estatal en acción para asistir a los desempleados, subsidiar a los agricultores y medianos empresarios, elaborar proyectos de obras públicas a gran escala, asegurar los depósitos bancarios, entre otras medidas.
Como puede verse, uno de estos gobernantes tenía las condiciones de estadista y el otro carecía de ellas.
Más nos vale que los gobernantes de hoy sean excepcionales y manejen con fina pericia nuestra compleja realidad, porque como decía el político irlandés Edmund Burke: “la ciencia del gobierno, que es práctica en sí, es una ciencia que exige mucha experiencia, incluso más experiencia que la que pueda acumular una persona en toda su vida, por sagaz y observadora que sea”.
Al respecto, hay personas con vocación de servicio que se preparan a conciencia y con intensidad, pero también otras ofuscadas por el vicio y la perversidad. Parafraseando a Max Weber, las primeras viven para la política, las segundas viven de la política.