Estampas de la muerte y de la vida; que el dolor no nos sea indiferente
En tiempos del COVID, la carrera de los fallecimientos
ESCRIBIÓ el poeta Antonio Machado: “La muerte es algo que no debemos temer porque, mientras somos, la muerte no es, y cuando la muerte es, nosotros no somos”. En estos largos meses de una etapa que para México inició en marzo de 2020 con el primer fallecido por COVID-19, aquel deceso ocupó un sitio principal en los informativos y en la atención del público. Luego fueron tres, cinco, diez al día, hasta llegar a más de mil en sólo 24 horas. La cuenta fatal es de 287 mil 292 en el país. En el mundo la cifra oficial ronda los 5 millones.
Incluso recurrir a los números resulta riesgoso, no sólo porque como en toda catástrofe de este tipo existe una cifra negra –datos no reportados-, sino porque uno o dos fallecidos en el tiempo que transcurre entre la redacción de esta columna y su lectura representan una tragedia familiar o personal. Corremos el riesgo de la “normalización” de la muerte.
Estos tiempos fueron marcados como aquellos en los que cambiaron no sólo muchos hábitos de vida, también los rituales de la muerte y de los funerales. Cada país, emitió guías –a veces contradictorias-, sobre cómo tratar a los restos funerarios. Aquellos que fallecen por el coronavirus no pueden ser tocados ni besados, dijeron los médicos. La expresión de nuestros afectos, nuestros duelos, sufrió un profundo cambio.
En México, donde por tradición la muerte es celebrada, los nuevos protocolos se confrontan con las costumbres.
PRIMERA
TENER conciencia de la muerte es una experiencia que a cada ser humano llega de manera diversa. De niño, quizá tenía unos ocho años cuando me sacudió la ausencia definitiva de un ser querido. Era el abuelo materno, un hombre de campo pero también ilustrado; sabía leer la vida y los libros. Lo recuerdo en sus últimos días buscando un sitio donde colocar su cobija y su petate para dormir. “Ya no me hallo aquí”, sus palabras con una voz cada vez más débil. No encontraba acomodo no sólo en la casa sino en este mundo.
SEGUNDA
CUANDO un niño muere, en el pueblo repican las campanas que tienen un sonido agudo. Son las más pequeñas. Suenan alegres, lo mismo que la música que acompaña el cortejo al cementerio. Si lo que suena en un tantán grave y lento, se está anunciando el deceso de un adulto. El cortejo fúnebre va encabezado por una orquesta que interpreta marchas dolientes. El campanario, una pequeña construcción de tres por tres, está colocada a un lado de la iglesia. Ahí mismo en las fiestas patronales se colocaban los dos músicos de la chirimía, con flauta y tambor.
TERCERA
A LOS FALLECIDOS menores de edad, hombres o mujeres, los visten de blanco. Los pequeños ataúdes son también del mismo color. Si el muerto es hombre adulto o mujer adulta el ropaje que le confeccionan es el de una de las imágenes católicas que haya sido santo o santa de su devoción. Si no era creyente, también lo visten de algún modo y colocan en el ataúd agua, alimentos, cosas que lo acompañen en su trayecto. En el velorio sirven café, pan, frijoles refritos y tortillas. En algunas casas ofrecen algún guiso especial con pollo o carne de res. Es costumbre que los vecinos, sean familiares o no, aporten su trabajo y también lleven apoyos en especie.
CUARTA
MURIÓ mi hermana. Hacía tiempo que no había ido al pueblo y me preocupaba la organización de los funerales. Un paisano explicó que no había problema, ya los vecinos crearon comisiones para atender lo que hiciera falta. Es la costumbre. Una comisión para la comida, otra para la bebida, una comisión para acarrear la leña, otra para cavar la fosa. Como en todo el trabajo comunitario estaban organizados para tantas comisiones que hicieran falta. Lo hacían para construir una casa o la escuela, para abrir un camino, para apagar el fuego en los incendios; para acompañar un nacimiento o para acompañar un deceso.
QUINTA
ME LLEGÓ en un pequeño disco de acetato. Contenía el poema de Antonio Machado que musicalizó Joan Manuel Serrat. Una forma como la poesía nos entra por la música. “Todo pasa y todo queda/pero lo nuestro es pasar,/pasar haciendo caminos,/caminos sobre la mar”. La vida transcurre como un río, como los días. Estos versos me llevaron a otros que más tarde también musicalizara Serrat, pero del poeta campesino Miguel Hernández dedicado a uno de sus mejores amigos, Ramón Sijé: “Un manotazo duro, un golpe helado/Un hachazo invisible y homicida/Un empujón brutal te ha derribado/No hay extensión más grande que mi herida/Lloro mi desventura y sus conjuntos/Y siento más tu muerte que mi vida”. La vida como horizonte, la muerte como el final del día.
SEXTA
LA NOCHE de los Bunni Huée, los que padecen, las almas en pena. Bunni en zapoteco en este caso refiere a “hombre”, pero como ser humano e incluye a las mujeres. Cada año, en Día de Muertos, se colocan los altares con los alimentos de la región para los espíritus que nos visitan. Por la noche, una procesión que lleva al frente la persona que agita una campanilla, recorre las casas a medio iluminar por las velas. “Salgan, salgan, ánimas en pena”, se escucha la voz de los rezanderos. Los adultos se persignan, los niños juegan. En cada casa donde hay un altar los propietarios obsequian una taza de atole o chocolate, memelas, tamales, dulce de calabaza. Es una forma de honrar a los que ya no están en este mundo.
OCTAVA
LEO a Cicerón: “La vida de los muertos se coloca en la memoria de los vivos”. El recuerdo es la vida, el olvido es la muerte. (vmsamano@hotmail.com)