Cuaderno de notas

La huella que nos deja la lectura a veces va mucho más allá de la trama, y se enlaza con nuestras experiencias vitales

Hago memoria, y al menos sé que visité cuatro librerías en la misma calle para hojear y ojear otras obras literarias entre mesas antiguas, anaqueles altísimos, cajas de cartón y recipientes de plástico, así como para recoger —incluso— impresos amontonados en el piso, desde libros en múltiples tamaños hasta revistas y discos de acetato. 

Auto regalo 

Este fue mi primer acercamiento con las librerías "de viejo" de la capital, luego haría escala y estancia en Xalapa, Veracruz. Lo tengo presente —hablo del primer contacto— porque había cumplido un cuarto de siglo y porque me había propuesto darme como regalo unas cuantas obras que encontré en Donceles. 

Pero, qué hacía en la ciudad de México. Había viajado por más de once horas para conocer a Arturo Guerrero, periodista colombiano, quien platicaría sobre "Medios para la Paz", proyecto imprescindible en su país azotado por la violencia orquestada por narcotraficantes y paramilitares. Cuando concluyó este curso, no dudé en abordar el taxi a Donceles, y no me importó el taxímetro porque disponía de poco tiempo para después llegar a la central de autobuses...

En estos días de intenso calor en Tabasco, agua y tierra en la que habito, paso los ojos por la biblioteca personal y caigo en la cuenta de que ya no caben más libros entre las estanterías; que con los años, mi espacio se reduce y que no tengo más opción que ser como uno de esos libreros de pelo cano que conocí en Donceles, y que ante la marea de libros que siguen llegando —así como ellos— he decidido apilarlos; lo que me lleva a la desesperación porque no puedo ver sus portadas o al menos sus lomos para leer cada uno de los títulos. Recuerdo que cuando comencé a comprar libros, a raíz de la decisión de ser lector, el orden imperó en la biblioteca. En mi habitación de El Río eran menos de cincuenta que cabían perfectamente en una caja de archivo muerto. Después de mudarme de la ribera a Santa Ana, barrio de Jalpa de Méndez, la biblioteca se multiplicó, por lo que Chencho —el carpintero delgado y de pocas palabras— hizo una ampliación del librero. Hoy, frente al nuevo caos, necesito que regrese Chencho y siga haciendo otras estanterías, sin embargo, las paredes ya son insuficientes y creo necesitar de unos albañiles. Ya siento el peso y responsabilidad de los libros que poseo, ya me doblan la espalda y ya me quitan el sueño. 

Este espacio bibliotecario es una sucursal de Donceles y me hunde la tristeza de no tener más metros cuadrados para continuar con la compra de libros. Hace tres años mi biblioteca perdió el orden, esa separación de obras por géneros o prioridades: por cuentos, por novelas, por poemarios, por obras de teatro, por ensayos, por diarios, por crónicas, de periodismo, de viajes, etcétera, donde son poquísimos los amigos que han estado en este recinto. 

Pero, por qué escribo lo que escribo. Así como he comprado libros nuevos y viejos en diferentes tiendas y tianguis, también los he recibido envueltos en papel regalo: unos son obsequios de amigos y otros de autores, aunque confieso que la mejor llamada que se recibe es aquella en la que el emisor está ofreciendo visitar su biblioteca que depura y con el fin de que uno elija los libros que desee. Estos milagros que ocurren en el mundo literario son escasos. Si bien he hallado una gran generosidad del poeta Jaime Ruiz Ortiz, también la he encontrado en Amada Caraveo, tía queridísima y autora del libro Las recetas de Amadita, cocina tabasqueña y algo más (2021).

Les cuento brevemente... el coautor de José Carlos Becerra. Los signos de la búsqueda (2002), suele mostrarme su estantería o sus cajas repletas de libros para correrme la cortesía de decir: "escoge el que más te guste". Al extender las manos tomo libros de literatura y periodismo. Así ha sido a lo largo de nuestra amistad que recientemente cumplió 26 años. Y la mayoría de estos libros se hacen acompañar de una dedicatoria por parte de Jaime Ruiz, escrita con una letra de molde y a conciencia. El último obsequio suyo fue en Casa Alebrijes. 

El año pasado, y mientras ordenaba su casa a gran escala, Amada Caraveo me pidió llevarme todos los libros de un anaquel, siempre y cuando fueran de utilidad. Elegí unos para mí —incluyendo uno de Caridad Bravo Adams, a quien quiero leer solo por curiosidad luego de descubrir que había nacido en Villahermosa en 1908— y otros para estudiantes universitarios. Salí contento de su casa en la Adolfo López Mateos por el gesto y la confianza que me había mostrado. Es una tía de la familia materna que posee muchos conocimientos y que siempre ha sido una gran conversadora. Ella sabe que la quiero muchísimo. 

Y, por último, quiero compartirles que asistí a la casa de Sergio Ricardo Arenas Martínez, escritor y promotor cultural que vivió muchos años en Tabasco. Llegué un 26 de septiembre de 2023 por los rumbos de Nacajuca. Yo no sabía que estaba llevando a cabo una mudanza y que le era necesario depurar la biblioteca para fines prácticos del traslado. Días antes me habló por teléfono para decirme que si quería algunos ejemplares no dudara en visitarlo. Lo hice. Sentí tristeza al saber lo de su partida, sobre todo, porque me distinguió con la amistad después de ser su alumno en la licenciatura en Comunicación, una amistad que creció cuando coordinamos, por una temporada, la edición de la revista Cinzontle en la Universidad Juárez Autónoma de Tabasco. 

Él se jubiló y siguió escribiendo su novela "Olvido", manuscrito que me mostró en la fría ciudad de Xalapa mientras yo soplaba un cafecito de olla a un costado del Palacio de Gobierno. Después de Donceles la otra calle que me ha fascinado en la vida ha sido Xalapeños Ilustres. Una tarde lluviosa de mayo de 2017 entré empapado a La rueca de Gandhi, librería de libros de ocasión en esta capital veracruzana, y al tomar un morral metí un chingo de libros. Desde entonces, Xalapa vive en mis pensamientos. Pues aquí cerca de La rueca de Gandhi, miré el manuscrito de Arenas y escuché su voz hablándome de los maestros que, así como yo, conocí en el Instituto de Investigaciones Lingüístico-Literarias, de la Universidad Veracruzana. 

En su casa, ya casi vacía, había otro chingo de libros, apilados como tortillas. Cuando reiteró "escoge y lleva los que quieras", sentí emoción, y también tristeza por su partida. No solo pensé en los años que nos toma la vida en reunir libros y hacernos de una biblioteca personal, sino en los pocos días en que uno decide liberar la carga y darlos en donación: ¿con qué libros se quedan los escritores viejos en la recta final de su camino?, y nosotros ¿con qué nos quedamos? Creo que con los libros que llamamos "clásicos" o los que fueron parte de nuestra formación o con los libros que nos regalaron anteponiendo el cariño o con los libros que subrayamos y releímos hasta el cansancio. Arenas se quedó con los que siempre alimentaron su corazón y espíritu. Ese día en su casa, en un lapso de dos horas, llené un cartón con obras de la literatura tabasqueña, mexicana y universal. Él mismo me ayudó a poner la caja en la cajuela del vehículo y justo ahí dimensioné el peso de los libros. Antes de subir al auto le pedí una fotografía que guardo entre mis archivos. De hecho, algo me pasa con las fotografías, si el lector supiera cuántos tengo y que nadie conoce, se sorprendería. Pues sí, creí oportuno hacer un registro de mi despedida con él, un estudioso de la obra de Teodosio García Ruíz y que en 2020, año pandémico, publicó Olvido con su nombre de escritor, Sergio RAM. 

Cuando iba en carretera camino a Jalpa de Méndez recordé uno de los capítulos de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, y esto se lo hice saber por audio al mismo Arenas, en donde el barbero y el cura depuran la biblioteca de Alonso Quijano, a petición de las mujeres que lo asisten en casa. 

Queman muchos libros, pero salvan otros, la mayoría relacionado con el mundo de la caballería, como el Amadís de Gaula, Tirant Lo Blanc, entre otros. Los libros que van en mi cajuela, creo yo, los salvé de la hoguera, y los que ahora están en Puebla, los relee a quien vi como a un padre universitario. 

Escribo esto sumido en la tristeza y pienso al mismo tiempo qué será de mi biblioteca cuando rebase —si es que sucede— los 70 años y le esté hablando a mis alumnos para decirles: "vengan y escojan libros, antes que le prenda fuego a ese montón de libros". 

Sigo, en mis pensamientos, llamando al carpintero, a los albañiles, a los organizadores de ferias para que me inviten y vaya a sus ciudades a comprar más libros; y a los amigos para que me llamen en caso de que ya les llego el tiempo de depurar sus libros. Necesito más anaqueles, más paredes, y más tiempo para leer y leer, pero cada día este cayuco avanza y me acerca a la otra orilla.