LA DESAPARICIÓN DEL INALI
La desaparición inminente del Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (INALI)
I
La desaparición inminente del Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (INALI), creado durante el gobierno de Vicente Fox, era bola cantada como se dice en una expresión muy propia en el lenguaje del beisbol. Sí, a principios del año pasado y en acato a una instrucción del titular de la Presidencia de la República, la Consejería Jurídica envió a la Cámara de Diputados una iniciativa de Ley en la que, principalmente, se ordenaba la fusión del Instituto Nacional de Lenguas Indígenas al Instituto Nacional de Pueblos Indígenas (INPI). Sí, al inpi con minúsculas. Y es que, todavía recientemente –a través de la “benditas redes sociales”–, un ingenuo poeta totonaco, ante la proximidad de la publicación de la convocatoria, que daría a conocer los requisitos del proceso para la designación del titular del INALI, enumeraba unos cuantos nombres de quién podría ser el ocupante de la dirección general de esa institución que se creó con el propósito de procurar la salvaguarda de las lenguas originarias de nuestro país. El argumento central de esa iniciativa de fusión no es nadamás ni nada menos que la necesaria aplicación de la política de austeridad republicana. Advierten los sabihondos que asesoran al poderoso de turno que despacha en el Palacio Nacional que el funcionamiento del Inali al operar al interior del INPI permiten ahorrar recursos que se deben destinar en otras áreas de la administración pública federal.
El Inali, antes de crearse, fue el resultado de reclamos y luchas de quienes consideramos que es importante contar con el apoyo del Estado en materia lingüística que propicie la revitalización de las lenguas indígenas en nuestro país, amenazadas por el avasallador avance del proceso de globalización que mutila el rostro identitario de los pueblos que aún mantienen con vida su sentido de pertenencia…
II
Aún recuerdo el día en que el presidente de la República asumió el poder. Hasta en donde estaba de pie, casi en el centro de la Plaza de la Constitución, el viento me traía el olor a copal disipando el sudor de la gente que ha permanecido en ese lugar desde las primeras horas de la mañana. La mayoría eran personas venidas de las colonias populares de la Ciudad de México. La gente está contenta. A partir de hoy el gobierno ya no pertenece a los grupos oligárquicos. Es como dice la definición de democracia: este es un gobierno del pueblo y para servicio del pueblo su principal mandante. La concurrencia la integran jóvenes y gente de la tercera edad. Reina en el ambiente una genuina algarabía. Al fin, después de dos intentonas, el candidato del pueblo llega a Palacio Nacional. “¡Ganamos!”. Grita una joven al abrazarse con una persona mayor de edad. “Muchos no pudieron ver este triunfo de un hombre valiente y tesonero”, oí que dijeron a mis espaldas. Y una vez que llega el Presidente de la república al sitio en el que estará cerca del “sabio” que encumbró, una prolongada ovación ensordecedora lo aclama con aplausos y gritos de júbilo. “Pensé que no lo llegaría a ver”. Dijo, cerca de mí, una voz ronca y cansada, seguramente otra persona mayor. “¿Qué dices? ¡Habla fuerte!”, que no te oigo”, creo que dijo alguien, pues, débilmente eso alcancé oír. Era la voz de una adolescente. Y entre ese estruendo de voces destempladas, allá arriba de la tarima un ¿ shamán? humea el cuerpo del máximo líder del pueblo de México, convertido en Presidente, deseándole, él y los otros que en sus lenguas oran, que haga un buen gobierno en favor de “¡ Primero los pobres!”, brevísima frase que dejó sembrado de esperanzas en todos los rincones de nuestra intrincada geografía. Y llega el momento supremo, el momento esperado: la entrega del Bastón de mando, tradicional ceremonia heredada de nuestros antepasados en el que, el electo, “el elegido”, al recibirlo, encarna el poder y, a la vez, se convierte en hombre sagrado. En nuestras antiguas culturas, desde el río Bravo hasta los ríos: el Suchiate en Chiapas y el Hondo en Quintana Roo, de acuerdo a nuestros usos y costumbres ancestrales, en el ejercicio del gobierno, el poder –cuya fuente de origen es la voluntad popular–, representa sacralidad terrena que exige del mandatario, respeto y obediencia, hacia su mandante, representados en la mayoría de los hombres y mujeres que lo elige. Allá arriba, en el templete construido delante de la catedral, los del poder de la palabra sagrada continúan con sus rogativas, sus ensalmos y sus conjuros. Aquí, en donde estamos, expectantes vemos el desfile de los que habrán de estar en el próximo gobierno con rostro de pueblo. Sí, allí están el grupo de “intelectuales indígenas” y son los de siempre. Sí, aquellos que les da lo mismo arrodillarse ante este gobierno, como lo hicieron con los anteriores. Son los vividores de la indianidad contemporánea, muy parecidos a los “indios hidalgos” del siglo XVI con sus reclamos de canonjías por haber participado en la conquista del territorio de lo que un día fue La Nueva España.
III
Otra vez recibo el grato aroma del copal. Y, mientras este humo azulino acaricia con su delicada fragancia a los que estamos presenciando el ritual de la entrega del Bastón de mando, vuelvo a oír ese persistente: “Pensé que no lo llegaría a ver este momento”, en tanto, el recién envestido con la Vara sagrada, el Tlatoani moderno, alza las manos con el bastón y recibe los vítores de sus electores y correligionarios. Minutos después de esta larguísima ovación, cuando toma el micrófono, oímos, una vez más, que ahora sí se cumplirán las promesas ofrecidas por él, en la pasada campaña electoral.
IV
A mitad de la actual Administración Federal no vamos a negar que el Presidente no haya apoyado a los indígenas de México. No somos ciegos. En muchas comunidades del país sí han llegado los beneficios de la 4ta. Transformación. En Oaxaca, por citar un ejemplo, las carreteras, hechas con la mano de obra solidaria de los pueblos indígenas, que aún trabajan de manera comunitaria, son todo un éxito; y ni qué decir de los pueblos yaquis que el Presidente los ha ayudado a recuperar sus tierras. Y seguramente hay más apoyos que el tlatoani contemporáneo ha brindado a otros pueblos indígenas de México.
V
¿Y qué pasará con el Inali?
Merced a la empecinada y persistente lucha del magisterio oaxaqueño la Dirección General de Educación Intercultural Bilingüe, no pasará al Instituto Nacional de Pueblos Indígenas. Celebramos que ha sido haya sido. ¡Qué bueno que esa aberración no ocurrió! El retiro de esta fusión, una vez más, no es una genuina ocurrencia; por fortuna, es una muestra de que las movilizaciones pueden más que la política de la racionalidad del gobierno en el manejo del gasto público.
Pero, ¿quién defiende al Instituto Nacional de Lenguas Indígenas? Aún recuerdo los nombres de quienes, antes de que se creara, andaban inquietos no sé si porque deseaban incorporarse a la nómina del nuevo organismo y arrear sus banderas de lucha, como finalmente ocurrió con varios de ellos, hoy flamantes “Directores Generales” de instituciones “indígenas” creadas para la mediatización que para atender la feroz desigualdad que domina en el campo mexicano y en los cinturones de miseria de las grandes ciudades en donde se marchitan las lenguas indígenas. Basta con investigar quiénes son los actuales directores de algunas instituciones de corte indígena para darse cuenta que éstos no luchan, ni lucharon, por el bienestar de los grupos indígenas, sino por atender sus intereses personales y que, en nombre de la lucha social, hoy escalan los soñados puestos de una supuesta redención a sus “compas”. Silenciados por sus intereses, las antes voces redentoras que hoy ocupan puestos, y que se han convertido en funcionarios, “no Jorge, no somos funcionarios, ahora somos servidores públicos”, me dice el último funcionario indígena que visité hace algunas semanas en su amplia y cómoda oficina de la Ciudad de México. Pero más asombrado quedé cuando me dijo: “el Inali ya se chingó”. Ya no da para más. Acabará convirtiéndose en una oficina para el trámite (finalmente) de la extinción de las lenguas indígenas de México; porque, para este sexenio importa más “racionalidad del gasto público” que el alma nacional que expresa en las lenguas originarias. Al Presidente ya no le importamos. Él quería ser Presidente y ya lo es. Ustedes que defienden al Inali no pasan de seis personas. No más…” (Ciudad Universitaria, Alcaldía Álvaro Obregón, Ciudad de México)