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De la guerra y la democracia

La guerra es fango, llanto, lodo, sangre, mierda

La guerra es la antítesis de la democracia; de la convivencia civilizada. Solo la voz del fusil -que silencia todas las demás voces- se escucha en ella.

No hay, en ese estruendo de las bombas, cabida para la pluralidad. La guerra uniforma; todo en ella son órdenes, bandos, juicios sumarios. La guerra, además, es siempre sucia. No hay nobleza alguna en el combate.

Siendo la guerra como es, un quehacer esencialmente humano, de lo humano nos despoja siempre.

Cierto, como es la partera de la historia, no hay más remedio que hacerla cuando se trata de conseguir la libertad de un pueblo, de sacudirse a un tirano, de poner fin a un régimen criminal como el nazismo, pero, la guerra como Saturno, suele devorar a sus propios hijos y quien en ella se embarca, aún por razones justas, ha de saber que él y las y los suyos habrán de pagar - por generaciones- un precio muy alto.

Yo conozco la guerra; la he vivido y puedo decir, como Blas de Otero, que "cuando se miran de frente los vertiginosos ojos claros de la muerte se dicen las verdades, las bárbaras, terribles, dolorosas crueldades".

No la quiero para mi patria y maldigo a quienes como Felipe Calderón y Genaro García Luna nos la impusieron como destino siguiendo las órdenes de Washington y para hacerse de una legitimidad de la que de origen carecían.

A ellos responsabilizo por la sangre derramada, por las familias rotas, por las heridas que habrán de tardar generaciones en cerrarse.

A ellos hago responsables también de la inaudita crueldad del crimen organizado; a golpes de sangre, con masacres y fusilamientos masivos la forjaron. Con sus propios actos delictivos y con sus traiciones la alimentaron. De la corrupción y la impunidad la hicieron hija predilecta.

Solo ellos y quienes todavía hoy los siguen, justifican y defienden quieren que ese cáncer se extienda de nuevo; que sea la guerra la tarea en la que se empeñen -para perderla, para perderse y perdernos en ella- el Estado y las fuerzas armadas.

Dicen los conservadores -y sin recato explotan las acciones del narco- que ya es tiempo de balazos y no de abrazos. Llegó la hora, según ellos, de la aplicación estricta de la ley del Talión.

A la "fuerza" invocan continuamente. Con la "fuerza" identifican incluso a su candidata.

No comprenden que sin ojos, ni brazos, ni piernas. Que sin cabeza habremos de quedarnos si se desata de nuevo la barbarie.

Se rehúsan a entender que la guerra que tanto desean solo beneficia a los cárteles norteamericanos de la droga, a los comerciantes de armas, a los que son los "dueños de la última milla"; a esos capos de capos que manejan el gran negocio de la droga en los Estados Unidos.

Esos mismos a que la policía, los fiscales y jueces norteamericanos ni nombran ni persiguen. Los que surten de droga a las estrellas de Hollywood, a los ejecutivos de Wall Street, a los políticos de Washington.

Los dueños de las grandes bodegas -nunca incautadas- donde se almacenan las toneladas de droga que inundan las calles de Los Ángeles, Nueva York o Chicago

Los capos que jamás menciona -como si no existieran- la prensa norteamericana, esos que ningún diario, ninguna cadena televisiva, ningún reportero, en aquel país, investiga.

Más cara se venderá la cocaína, las anfetaminas, el fentanilo en las calles de las ciudades norteamericanas. Mayor será el negocio con la guerra y en consecuencia más difícil será derrotar a ese enemigo al que, además y mientras nosotros ponemos los muertos, no dejarán de llegarle ni las armas ni los dólares.

Vienen las elecciones. Tratará el narco de influir en ellas. La extrema derecha que, a mi parecer, mantiene con algunos cárteles al menos cierta coordinación operativa, sacará raja política -ya lo está haciendo- de las masacres.

A la guerra y al pasado querrán los conservadores llevarnos de nuevo. Guerra y no contienda pacífica son para ellas y ellos las elecciones del 2024. Ya comenzaron a sembrar el miedo, a esparcir el odio, les viene bien la violencia; como no tienen argumentos ni propuestas la necesitan desesperadamente.

La disyuntiva, a mi juicio, es clara; hay que pronunciarse en las urnas pero no por la fuerza y la guerra, sino por la paz, la justicia y la vida.


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