Los días que estremecen a México

Los días que estremecen a México

¿Qué se creían? ¿Que todo seguiría igual? ¿Que solo se trataba de pasar la estafeta de un Presidente a otro? ¿Que lo de la transformación de México era solo una frase? ¿Que caerían uno o dos chivos expiatorios y que en eso consistiría el cambio? Se equivocaron. 

“Transformación radical” prometió, una y otra vez en campaña, Andrés Manuel López Obrador. Lo gritó en las plazas, lo dijo en debates y entrevistas, lo escribió, lo explicó, lo repitió hasta el cansancio, y con su llegada al poder comenzaron estos días que —me permito parafrasear a John Reed— estremecen y estremecerán aún más a México y al mundo. 

Quienes pensaron que este sería un cambio cosmético, esos que, a pesar de la historia de fraudes electorales, violencia, corrupción e impunidad, sostienen la idea de una supuesta “normalidad democrática” en este país, cometieron tres errores garrafales: se creyeron su propia impostura, simplificaron groseramente las propuestas de López Obrador y despreciaron la movilización social, el movimiento telúrico en que se convirtió la campaña electoral. Aquí se produjo una ruptura estructural y ellos, hoy, no saben qué hacer. 

“¿Transformación es un eufemismo?”, le pregunté a López Obrador mientras, el otro día, con la cámara al hombro, lo seguía haciéndole una entrevista. Se detuvo, lo pensó un poco: “El objetivo de una revolución —me respondió— es la transformación”. Y sí, en eso estamos: en un país que, en elecciones masivas, libres y auténticas, decidió que, de manera pacífica, era preciso hacer una revolución. 

Pasar del “Estado gestor de oportunidades del neoliberalismo —como lo plantea López Obrador— a un Estado garante de derechos que son innatos al individuo y al colectivo, irrenunciables, universales y de cumplimiento obligatorio”, implica necesariamente afectar los intereses de aquellos que, por décadas, acapararon las “oportunidades”.

A los grandes señores del capital, a la clase política tradicional, a los dueños de medios de comunicación y los más influyentes entre sus columnistas y presentadores se les ha caído el mundo dos ocasiones en solo 15 meses. La elección —aunque nunca lo creyeron posible— los expulsó del poder; la pandemia los dejó en la orfandad. 

El Estado no acudió presuroso a rescatarlos. A ofrecerles más “oportunidades”. Desoyó sus propuestas. No aplicó sus recetas. Se ocupó —y se ocupará, de ahora en adelante — de atender a 70 por ciento de la población; a los pobres, a los vulnerables, a los olvidados de siempre. A todas y todos, con la irrupción del covid-19, se nos deshizo el mundo entre las manos. La diferencia sustantiva es que quienes votamos por la transformación de México queríamos, precisamente, cambiar —por injusto, por desigual y por indigno— este mundo en que vivíamos. En eso estaba ya el gobierno que elegimos y la crisis aceleró el proceso de transformación y profundizó todavía más las diferencias con los que se oponen a la misma. 

México habrá de vivir días y meses estremecedores y luminosos. La atención del mundo se volcará sobre nosotros. “¿Qué hacer con los ricos? —se pregunta López Obrador—. ¿Cómo hacerlos comprender que tienen un papel protagónico que desempeñar en esta transformación distinta a las demás, por inclusiva?” Y se queda en silencio, pensativo, mirando fijamente a la cámara.