Los valientes no asesinan; los corruptos sí

No se equivoquen. Se los ruego. No permitan que la apariencia de Emilio Lozoya, las argucias legales de sus abogados o el lenguaje que se emplea en las audiencias los engañen

No se equivoquen. Se los ruego. No permitan que la apariencia de Emilio Lozoya, las argucias legales de sus abogados o el lenguaje que se emplea en las audiencias los engañen.

No se dejen timar por el discurso preñado de odio, miedo e interés de la derecha y de quienes la sirven hasta la obsecuencia en los medios y son en este asunto, en tanto cómplices y beneficiarios del saqueo, juez y parte.

Esto no es circo, es una tragedia y es también -y sobre todo- un acto de justicia tan necesario como inaplazable. 

No estamos -como ha sucedido en otros tiempos- frente a la víctima de una especie de venganza ritual sexenal. Estamos frente a un victimario.

A uno más de entre los muchos que, en el periodo neoliberal, sometieron y saquearon impunemente a México. Y cuando digo México hablo de usted, de mis hijas, mis hijos, mis nietos y de mí. A todas y todos nos sometieron y robaron estos infames. 

No son solo unos miles de millones de pesos del erario los que están en juego. No es este un asunto más de negocios sucios hechos al amparo del poder. No se trata de otro tramposo al que se procesa, ni de un “elogio” a la política como el arte de la transa. No es “más de lo mismo”.

Votamos para que las cosas cambiaran radicalmente. Nos alzamos contra el régimen que hizo de la corrupción una forma de vida y de la impunidad la única ley. Con 30 millones de votos -eso no lo olvida la derecha, y menos hemos de olvidarlo nosotros- sacamos a ese régimen del poder.  

A juicio los llevamos hoy porque sembraron la desigualdad social y la violencia, dos males que multiplicaron con la corrupción y que con la impunidad pretendían perpetuar.  

A juicio, porque los muros de la casa blanca de Enrique Peña Nieto, como los de tantas mansiones de políticos corruptos, están manchadas de sangre inocente.

A juicio, porque no somos un pueblo manso, ni suicida, ni ignorante.

A juicio, porque la corrupción no es cultura ni destino en esta patria herida. 

A juicio, porque hablamos -y no es una fórmula retórica- de millones de vidas perdidas; hablamos, y tenemos que estar conscientes de eso, de raudales de sangre derramada. 

En el banquillo de los acusados no está hoy sentado solo un hombre, otro más de los muchos funcionarios caídos en desgracia; está todo un régimen criminal, una forma de organización del Estado que ha significado muerte, sufrimiento y humillación para millones de personas a lo largo de poco más de tres generaciones.

¿Quién en su sano juicio puede negar que aquí, desde el poder, se robaba descaradamente? 

¿Quién se atrevería a afirmar que un Genaro García Luna o un Emilio Lozoya eran, en el viejo régimen, la excepción y no la regla; y que, de tanto poder que tenían, no eran dueños de vidas y haciendas?

¿Quién podría aseverar -sin haber sido partícipe del saqueo o un incauto más- que aquí las cosas estaban bien, que esto era, como lo sugiere la comentocracia, un país tan democrático como Suiza y que el viejo régimen hacía un trabajo honesto?  

Insisto: el proceso de Lozoya no es un circo. Quienes eso afirman pretenden normalizar la corrupción y trivializar una tragedia: la de este país en el que tanta gente carece de lo más necesario mientras las élites del poder lo acapararon todo y donde hoy, basta con ser decente para ser revolucionario.  

La tragedia de este país que, harto de tanto saqueo, de tanta y tan larga impunidad, el 1 de julio de 2018 dijo en las urnas: Ya basta e hizo suya una nueva versión del mensaje de Guillermo Prieto: "Los valientes no asesinan"; pero los corruptos sí.

@epigmenioibarra