Miedos modernos: presente y futuro del mundo

La intensidad de los latidos del corazón era el parámetro del alma, vida en movimiento

“El hombre tiene horror a la soledad. Y de todas las especies de soledad, la soledad moral es la más terrible…El primer pensamiento del hombre, sea leproso o un prisionero, un pecador o un inválido, es este: tener un compañero de desgracia”.  Erich Fromm

VIAJE DEL ALMA: REPETICIÓN O SUPERACIÓN DE ATROCIDADES 

La intensidad de los latidos del corazón era el parámetro del alma, vida en movimiento.  Diagnóstico sencillo y hondo.  Los miembros de la tribu se reunían alrededor de una  fogata que servía para distanciar a los animales salvajes y celebrar el ritual de vida eterna. A la orden del gran jefe debían sentarse y ofrecer el pecho abierto al compañero más cercano, para que midiera la intensidad del yo interno. Con ejercicios de respiración se lograba la magia: el corazón se tranquilizaba y estaban listos para reproducirse o salir a la caza.

Con el transcurso de los siglos, el alma del ser humano decidió emigrar al cerebro, por considerarlo el espacio idóneo para alcanzar bienestar eterno. Desde entonces el Homo Sapiens se estableció en lugares seguros. El alma, antes nómada y ahora sedentaria, quedó atrapada en un laberinto de impulsos electroquímicos, nervios y peligros constantes del exterior. El hormigueo del miedo recorre un cuerpo que -la mayoría de las veces- se  paraliza ante lo desconocido y, peor aún, sin la piedra/arma que le trasmitía valor.

Milan Kundera, en su novela “La insoportable levedad del ser” (1984), trata de darle sentido a esta incertidumbre existencial: explica –refutando una teoría de Friedrich Nietzsche- que la vida desaparece de una vez para siempre y no retorna; vista así, la vida es sombra que carece de peso, está muerta de antemano. “El hombre nunca puede saber qué debe querer, porque vive sólo una vida y no tiene modo de compararla con sus vidas precedentes ni enmendarlas en sus vidas posteriores”. 

En su meditación existencial, Kundera compara una guerra entre pueblos africanos -que en el siglo XIV dejó 300 mil muertos-  con la Revolución Francesa -donde Robespierre cortaba orgulloso la cabeza de franceses. Las diferencias son notables, plantea Kundera, pero coinciden en un punto central: son hechos históricos que no volverán a ocurrir y serán, como hasta ahora, “meras palabras, teorías, discusiones, se vuelven más ligeros que una pluma, y no dan miedo”. Es la insoportable levedad del alma, bajo el peso –atrocidades que se repiten- de la historia. 

TODO PASA Y TODO QUEDA: 

IMÁGENES PARA NO PENSAR

El eterno retorno (“el pasado fue mejor y puede repetirse“) es inviable, porque la historia se está comprimiendo en imágenes que con la constante reproducción carecen de significado ideológico o reflexivo.  Hay  un eterno retorno de imágenes memorables pero ahora desechables: Jesucristo crucificado; una mujer enarbolando la bandera de Francia; la hoz y martillo de la URSS; la esvástica usada por los nazis; el Tío Sam del imperialismo de EE.UU; cadenas de esclavitud o la gorra del Che Guevara… y sume usted sus preferencias.

Carlos Monsiváis se refirió a la paulatina desaparición del contenido: “-no leí el libro, pero ya busqué la reseña, no leí el libro pero vi la película, no leí el libro, ni la reseña, ni la película pero ví el poster”. Ahora, muchas ideas luminosas por su sentido ético son símbolos e imágenes que representan mercancías del libre mercado. El pasado puede juzgarse con ligereza a sabiendas que es imposible su repetición eterna. El problema, sin embargo, se recrudece cuando somos nosotros el propio símbolo que vive y se reproduce.

Por ejemplo, cuando nuestro cuerpo y mente trata de expulsar el coronavirus.   

Medite en el siguiente fragmento: “Del alcalde de un pueblo de Moravia al que de pequeño yo iba con frecuencia de excursión, contaban que tenía en su casa un ataúd preparado para su propio entierro y que en sus momentos felices, cuando se sentía especialmente contento de sí mismo, se acostaba en él y se imaginaba en su propio entierro. No conocía en su vida nada más hermoso que esos momentos de ensoñación en el ataúd. Permanecía en su inmortalidad.”  Es de nuevo Milan Kundera, en “La inmortalidad” (1988), novela donde refiere que “para pasar a la historia lo más conveniente es retratarse con el mejor perfil, dejarle a los imagólogos que construyan la memoria eterna del personaje”, como lo hicieron con Napoleón, Hitler, Stalin entre otros líderes europeos. 

El culto a las imágenes, efímeras imágenes que dan la vuelta al mundo, propició que se acuñara el concepto Imagología, una de las “enfermedades culturales” de la modernidad. El eterno retorno se ha hecho posible, pero todo se olvida o nadie presta suficiente atención.  (*Erasmo Marín Villegas es Licenciado en Comunicación (UV) y Maestro en Docencia (UVM Campus Villahermosa). Desde 2001 a la fecha imparte cátedra en la División Académica de Educación y Artes de la UJAT. Publicó el libro “Lo que nos tocó vivir” y en el portal Ventanasur)