4 De Octubre: No Se Olvidará

La decisión del Senado, del pasado martes 4

La decisión del Senado, del pasado martes 4, de mantener al ejército en labores de seguridad hasta el 2028, sintetizó cinco procesos políticos: uno, la larga historia de nuestras fallidas políticas públicas de seguridad; dos, la también larga historia de corrupción de la gran mayoría de los políticos; tres, la historia del interés de quienes han ocupado la presidencia en someter a los otros poderes, en detrimento del estado de derecho; cuatro, las ilegales prácticas de López Obrador para imponer su voluntad y, cinco, el empoderamiento del ejército registrado en estos últimos años. En corto, la fusión de lo peor del pasado y del presente ha incrementado las posibilidades de que tengamos un estado narco-militar.  El 4 de octubre será, al igual que el 2, una fecha inolvidable.   

La discusión sobre la conveniencia o no de mantener al ejército está ligada a la historia de la formación del crimen organizado en México.  Ésta inició a fines de los 70, cuando el negocio de las drogas se hizo relevante para bandas mexicanas.  Los gobiernos priístas—bajo influencias de y arreglos con el gobierno norteamericano—minimizaron el problema.  Aceptaron negociaciones; altos funcionarios fueron cooptados y el trabajo gubernamental con los aparatos de seguridad, las policías y las comunidades fue ignorado.  Más recientemente, Felipe Calderón inauguró un segundo capítulo cuando decidió combatir al narcotráfico desde una perspectiva criminal y, a sabiendas de que los cuerpos policíacos ya estaban infiltrados, recurrió al ejército.  Este enfoque impidió a Calderón reconocer las coordenadas políticas y sociales del fenómeno, lo que le habría conducido a desarrollar otro tipo de políticas públicas.  El resultado fue claro: se incrementó la violencia y el negocio no abandonó su boyante trayectoria.  El tercer episodio corresponde a la política de "abrazos, no balazos", cuyos resultados no han sido sino, por una parte, incrementar el poderío del crimen organizado y el número de homicidios dolosos en el país, y por otra, despertar sospechas de la existencia de contubernio entre el gobierno federal y los cárteles de drogas, especialmente el del Chapo Guzmán.  La promesa de que en seis meses la violencia sería asunto del pasado—una de las razones por las que el presidente obtuvo una copiosa votación favorable—ha quedado incumplida.  Esta historia nos ha conducido a aceptar que el ejército se haya hecho cargo de nuestra seguridad y que continúe haciéndolo los siguientes seis años. 

Pero la propuesta militarista fue aceptada gracias a que senadores priístas que antes la habían rechazado se doblaron ante las amenazas de que sus prácticas de enriquecimiento ilegal fueran sacadas a la luz pública; sumaron, así, sus votos a los oficialistas de Morena.  Políticas como ésta difícilmente serían aprobadas si los políticos carecieran de historias negras.  La gran mayoría de los políticos, de todos los partidos, se han valido de sus cargos y sus trayectorias para enriquecerse, desde hace muchísimos años.  Esto lo sabe perfectamente el presidente; no le resulta difícil, por tanto, hacer avanzar sus proyectos.  Tales niveles de corrupción son propios de los regímenes autoritarios y no transparentes, como lo ha sido el nuestro.  De esa forma, la política mexicana se mueve en círculos viciosos: no somos un país democrático porque nuestros políticos no tienen prácticas democráticas y porque promueven poco la legislación democrática.  Por otro lado, en estos años, el presidente ha debilitado todas las instituciones que, muy a pesar de los propios políticos, se habían venido erigiendo como resultado de las luchas civiles.

La gran mayoría de los presidentes han sido víctimas del presidencialismo.  Si asumieron la presidencia con claras intenciones democráticas, el gran poder concentrado en ella los condujo no sólo a olvidarse de ellas, sino a desear más y más poder.  La mayoría de los presidentes ha pretendido limitar u obstaculizar a los otros dos poderes, en aras de avanzar todos sus proyectos y fantasías.  Presidentes con impronta autoritaria, como López Obrador, han ido más allá.  Han buscado debilitarlos.  En estos cuatro años lo hemos atestiguado.  López Obrador no sólo ha buscado reducir la capacidad de los otros poderes de influir en los procesos políticos; ha hecho todo a su alcance por someterlos, subordinarlos.  Esta es una de las razones por las cuales el estado de derecho jamás ha sido realidad en México. 

Las prácticas intimidantes e ilegales del presidente anudan estos tres procesos.  Como nunca, desde la presidencia se han lanzado amenazas abiertas y veladas contra quienes contravienen la voluntad presidencial.  La presión se convierte, así, en una fuerza imbatible.  El presidente ha conseguido, una vez más, imponer su voluntad y sus deseos. Adicionalmente, ha conseguido debilitar la alianza opositora al grado que difícilmente PRI, PAN y PRD podrán marchar juntos en futuras elecciones.  

La modificación del artículo quinto transitorio de la Constitución abona a favor de un mayor empoderamiento del ejército.  Y ocurre, quizás no de manera coincidente, cuando la Secretaría de la Defensa ha sido hackeada. Esto no es un hecho menor, pues las filtraciones han puesto en claro que los militares han sido los promotores de la anexión de la Guardia Civil a su institución; que espían a grupos civiles, activistas, periodistas y opositores; que conocen perfectamente qué grupos delictivos controlan qué áreas del crimen, en qué zonas y con qué complicidades, sin que tal conocimiento se haya traducido en un efectivo combate a la delincuencia. No deja de hacer ruido, además, que el presidente mismo haya rechazado promover una investigación del hackeo, tal vez porque podría descubrirse que fue producto no sólo del abandono de políticas de la seguridad cibernética, sino también de colaboración interna.  El hackeo tal vez se ha hecho público en el momento preciso para hacer ver, tal vez, que se ha incurrido en una práctica peligrosa: haber empoderado políticamente, aún más, al brazo armado del estado. 

Si en dieciséis años el gobierno federal ha sido incapaz de fortalecer los cuerpos policíacos de todos los niveles para asegurar la paz social civil, se antoja casi imposible que lo consiga en los próximos seis.  No resulta difícil pronosticar que el empoderamiento del ejército al término del plazo será tal, que muy probablemente será la institución la que determine el futuro de la seguridad, y no los representantes del poder civil.  Si Calderón no hubiera echado mano del ejército y hubiera promovido, en cambio, seriamente el fortalecimiento y la profesionalización de las policías, tal vez el poder del crimen organizado no sólo no habría crecido, sino que su capacidad corruptora habría decrecido.  Hacer participar al ejército en la seguridad tuvo un efecto adverso: grupos de la institución militar se corrompieron y participaron con el crimen organizado en el tráfico de drogas y personas.  Ayotzinapa no deja dudas de que esto ocurrió. 

Esta síntesis de procesos podría estar anunciando el fortalecimiento de un narco-estado militar.   Esto sería terrible.