PELLICER, ESPLENDIDA SOMBRA (I)
18/02/2022
ESE TIEMPO SIN TIEMPO QUE ES EL SUEÑO
LA NOVELISTA Y ENSAYISTA JULIETA CAMPOS (1932-2007), AMPLIA CONOCEDORA DE LA CULTURA DE TABASCO, CELEBRÓ CON ESTE TEXTO EL CENTENARIO DE CARLOS PELLICER, PUBLICADO EN LA JORNADA SEMANAL, EL 21 DE DICIEMBRE DE 1997. POR LA IMPORTANCIA Y VIGENCIA LO RECUPERAMOS HOY PARA NUESTROS LECTORES. ESTA ES LA PRIMERA PARTE.
“ESE TIEMPO SIN TIEMPO QUE ES EL SUEÑO”
Celebrar a Pellicer en este prodigioso espacio del mundo donde la plétora de la vida se le mete a uno por los ojos es algo que entra en el orden natural de las cosas. Estamos aquí, por eso, para celebrar a Pellicer, el del alma, la sed y la mirada insaciables. Pero debo decir que estar con Pellicer, cerca de Pellicer, no es para mí algo propio sólo de fechas excepcionales, como la de este año de su centenario. Desde hace muchos ha venido acompañando mi existencia cotidiana, los quehaceres de mis días, un niño de polainas sentado sobre un triciclo de altísimas ruedas, con las manos distraídas sobre el manubrio y los ojos oteando la distancia, en el resguardo de un interior de trópico apenas insinuado. Ese niño me mira, amoroso, desde su bicicleta porfiriana, porque yo he querido apropiarme de su mirada distante y del aura luminosa que proyecta sobre él, asomando apenas su presencia allá en el fondo, la mirada de su madre. Su madre, la que lo llevó por primera vez al mar y le enseñó a decir versos y lo atrajo para siempre, con el imperio dulce del amor, a ese “tiempo sin el tiempo que es el sueño”.
Pues bien, ese retrato del poeta que una vieja fotografía en sepia le inspiró al tabasqueño Fontanelly Vázquez, ocupa en el corredor de mi casa el sitio que, desde siempre, pareció estarle reservado. Un sitio que había permanecido vacío hasta el día en que las dos siluetas trazadas en gris de Pellicer y de su madre, invitándome misteriosamente a transitar lo imaginario, entraron como ráfagas por la puerta cerrada y se posesionaron del espacio. Desde entonces, la presencia del poeta niño se ha adueñado de mi casa. Desde la grisura del aura fantasmal que la rodea, esa presencia me ha obligado a pintar de amarillo las paredes y a poner cristales amarillos en el lucernario que ilumina la escalera, para dejar que entre por allí, a raudales, el sol pelliceriano.
Con ese sol entra en mi casa, sin rodeos, el paisaje de Tabasco y su abrazo envolvente. Si es verdad, como querían los gnósticos y los románticos y los simbolistas, que cada paisaje encierra un sentido, un significado, un mensaje que hay que descifrar, también debo decir que yo tuve la fortuna de leer el paisaje de Tabasco doblando mi propia mirada con la visionaria mirada del poeta. Por un azar del destino, mis primeras visitas a Tabasco me depararon ese guía y quedó después conmigo su espíritu propiciatorio, que no me dejó extraviarme en los dominios de lo incierto, que tanto acecha por aquí, amenazante, al que desprevenido se atreve a aventurarse en estos laberintos de agua.
Mi encuentro con Tabasco se fue preparando a lo largo de varios años, desde 1970, en sucesivas visitas que quedaron vinculadas, en mi memoria, a la voz aquella que parecía investida por una energía milenaria, como si la envoltura corpórea del poeta fungiera como conductora de una corriente de remotas germinaciones cósmicas. A través de esa voz descubrí que aquí latía una fuerza muy elemental y muy primaria y que eran los antiguos habitantes de esta tierra, los indios, los que primero habían aprendido a abrir espacios humanizados en un ámbito donde lo natural parecía omnipotente. Fue así como los olmecas dieron el gran salto al universo de las formas simbólicas. Y así ha sido como los maya-chontales, siglos después de la Conquista, siguen preservando una relación sagrada con la tierra y con el agua. Buscó Pellicer claves para deshacer la maraña de un espacio invadido por la fronda y por los infinitos tentáculos del agua y dedicó muchos de sus empeños a preservar las huellas de las antiguas respuestas, los testimonios de la arcaica sabiduría indígena.
ATRAVESADA POR LA LUZ
“En la provincia cálida de los grandes ríos mexicanos” nació, con la fluidez del agua, la poesía del tabasqueño. Una poesía atravesada por la luz de junio que, a diferencia del cruel abril de T.S. Eliot, es el mes de la fertilidad y de la pasión. Hay algo catedralicio en su gigantesca arquitectura de palabras, pero pensaría uno en una catedral verde, con nervaduras de bejucos colgantes, en constante crecimiento, henchida sin cesar por el glorioso don de las aguas primordiales. Uno siente que se dio a construir su poesía como un entramado viviente de arcos y bóvedas vegetales, levantado para albergar la luz y transmutarla: esa luz que él identificaba con el Cristo, encarnación de la vida. Pero, a la vez, siente uno otras veces que le fue creciendo entre las manos como un jardín “hortus conclusus” donde el misterio de la muerte y la resurrección se ciñe, cada día, a la accesible dimensión de una mirada humana. Me lo imagino pues, a veces, como un arquitecto de perspectivas siderales y, otras, como un delicado jardinero satisfecho de un pequeño oficio risueño.
“Pasar cantando siendo sólo la muerte/ es empezar a no morir”, dijo, alimentando los días con el tributo de su sangre para escuchar “ese trueno misterioso que anuncia la alegría”. Yo creo que Pellicer es un poeta iluminado, una especie de Beato Angélico de la poesía. Sus poemas son celebraciones, epifanías. Los podría comparar con los nacimientos que inventaba cada doce meses y que tenían, como lo ha descubierto Gabriel Zaid, algo de auto sacramental. Representaba el misterio de la creación y de la luz que la informa, y esa visión reaparece en sus poemas, donde la noche emana un esplendor de luz y todo lo que es se imanta de eternidad.
Había en su religiosidad una pulposa efervescencia de los sentidos y la experiencia de lo espiritual le nacía de la fruición con que, por esos sentidos, le penetraba el mundo. Desde aquel haz de versos que llamó Colores en el mar, entre 1915 y 1920, reconoció que los elementos y el paisaje, y esencialmente el mar y el sol, eran lo que materialmente eran y algo más: una manifestación del espíritu. Ya en aquellos poemas alborales está en una nuez, como premonición, toda su obra. (Subtítulos de la redacción. Continuará mañana)
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