Semana mayor. La razón y la fe

Semana mayor. La razón y la fe

Dijo Tomás de Aquino,: “Considero el principal deber de mi vida para con Dios esforzarme para que mi lengua y todos mis sentidos hablen de él”.

Pocas lenguas habrán hablado tanto y tan bien de Dios como Tomás de Aquino. Nadie inventó pruebas más breves y elegantes de su existencia: sus famosas cinco vías.

La primera es la del “primer motor” o el “motor inmóvil”: si todo lo que se mueve  es movido por algo, algo hubo inmóvil en el principio del movimiento.

“Ejemplo”, dice Tomás de Aquino: “un bastón no mueve nada si no es movido por la mano. Por lo tanto es necesario llegar a aquel primer motor que nadie mueve. En este, todos reconocen a Dios”.

Nominalismo, se dirá: la palabra “movimiento” llama a la palabra “inmóvil”. Ninguna de las dos describe lo real.

Lo cierto es que cualquier cabeza honradamente racional tendría que rendirse a la fuerza del argumento del primer motor, resuelto por Tomás de Aquino en 200 palabras. (En cierto modo, la ciencia moderna reconoce la idea de un primer motor en el big bang que dispara y hace nacer al universo).

El centro de la catedral teológica de Tomás de Aquino fue hacer compatible la fe con la razón. Pero la fe genuina no es un asunto racional.

Hablé con un amigo creyente sobre esta paradoja insalvable: si la fe verdadera se recibe, no se adquiere, es imposible convertir a nadie.

La historia de las Iglesias nos dice lo contrario. Es una historia conversiones hechas por la conquista y/o la conveniencia. Esta forma de expansión de las religiones mediante el poder político y militar dice poco del poder de la fe recibida como gracia.

Lo cierto, por otra parte, es que el ardor de la fe verdadera no es carga fácil de llevar, como muestran las vidas de los santos.

La fe de las las multitudes es dispareja,  por su mayor parte epidérmica. Es una fe tolerable para el mundo humano: difusa, distraída, amateur, cuando no supersticiosa o idolátrica.

Esa fe del hombre común tiene poco o nada que ver con la fe fulminante, venida del cielo, cuyo mandato no acepta sino la rendición incondicional de Paulo de Tarso en el camino de Damasco, o de Tomás de Aquino en su levitación teológica.