Tabasco, un paraíso en la memoria (I)

Hay quienes, siendo tabasqueños, vivimos muchos años en la ciudad de México

Hay quienes, siendo tabasqueños, vivimos muchos años en la ciudad de México. Nuestros padres emigraron en busca de mejores horizontes, así que la niñez, adolescencia y primeros años de adultez, de la descendencia del matrimonio Vargas-Simón, durante más de 30 años, trascurrieron en esa bondadosa  ciudad, pero siempre unida a Tabasco, por el poderoso lazo que tejió mi madre tabasqueña.

  Entonces para los hijos e hijas de esa familia, Tabasco solo estaba en el imaginario, en las imágenes que construíamos de las historias de mi madre en sus años de niña, y de mi padre, ingeniero agrónomo, oriundo de Tulancingo, Hidalgo, conocedor del estado, como empleado del Banco Agrícola o Ejidal, en Balancán,  en donde se casó con doña Socorro.

  Aun cuando lo deseábamos, por nuestra situación  económica no era fácil visitar a la familia materna, éramos cuatro niños y viajar en ADO, además de costoso, era toda una aventura de diecisiete horas desde la capital del país,

  Por fin,  un día, el ansiado viaje se logró, tenía alrededor de ocho años y Jesús,  mi hermano, el mayor, como quince años; mis hermanas menos, la emoción nos  desbordaba.

  Que admiración para mis infantiles ojos chilangos, observar en la carretera,  la vegetación tupida y de grandes árboles, ríos de abundantes aguas y de kilómetros y kilómetros de anchura, como el imponente Papaloapan y los no menos bravos, Mezcalapa y Los Monos, algunos de ellos atravesados  en las famosas “pangas”, luego de varias horas de espera.

  Desde entonces, viajar a Tabasco, eso sí, muy de vez en cuando,  era llegar al paraíso, al gozo de la libertad; del juego con alrededor de treinta primos. Corretear por los patios de las casas de mis tíos, subirnos a los árboles y saborear todas las frutas que ellos nos ofrecían generosamente.

  Nadie, más que un niño nacido en la ciudad de México, materialmente  encerrado dentro de cuatro paredes, para valorar  lo que todo aquello significaba; desde el gozo de jugar,  en libertad, trepar árboles tomar un fruto con solo estirar las manos y saborearlos debajo de su fresca sombra y eso que aquella todavía era una ciudad placentera.

  Hace mucho que nuestro paraíso se perdió,  a nuestro regreso, ya para asentarnos en Villahermosa, hace más de treinta y cinco años, observamos que su magia había  desaparecido. La extracción petrolera, la sobreexplotación ganadera, la modernidad se la llevó, ya no había árboles ni frutas en  los patios traseros en las casas de Villahermosa.

   Aquellos patios de nuestros recuerdos habían desaparecido y hoy, muchos ciudadanos se pelean por un lugar de estacionamiento bajo la sombra de un árbol, sin tener conciencia de los que derriban a su alrededor y de su incapacidad de sembrar por lo menos uno, no solo para protegerse del calor, más intenso cada día en Villahermosa, sino para recuperar frutos en extinción. Si usted me lo permite continúo mañana.