¿Y de ahí?

Consumidores: La obsolescencia programada y el derecho a reparar

Combatir la contaminación para mitigar el cambio climático es uno de los desafíos a la humanidad más importantes, que puede contribuir a la viabilidad del futuro más inmediato. Pese a la urgencia de atenderlo, las medidas con frecuencia se resumen a la buena voluntad de las personas en tomar acciones casi intrascendentes como separar la basura, no tirarla en la calle y evitar los popotes, cuando el problema tiene raíces mucho más profundas, que tocan intereses en todo el mundo.

Se ha buscado trasladar al consumidor individual la responsabilidad del manejo de los residuos que genera el sistema de producción mundial. Todo en aras de proteger a las empresas y capitales de asumir la parte que les toca, porque son ellos con su producción masiva de PET y otros desechables altamente tóxicos quienes condicionan al consumidor, al que no le queda más que comprar lo que hay disponible o complicarse la existencia más allá de lo razonable al intentar reducir la contaminación y costos ambientales que su estilo de vida genera.

En el seno de la Unión Europea ha tomado auge la política del derecho a reparar, por la cual se ha impuesto a los fabricantes de electrodomésticos como lavadoras, refrigeradores y televisiones la obligación de prestar las facilidades y garantías necesarias para que sus productos se puedan reparar hasta 10 años después de su venta. Porque, usualmente, los consumidores no quieren comprar un aparato nuevo, sino reparar el que tienen, aunque las empresas han hecho todo lo posible por orillarnos a comprarles de nuevo cada vez más pronto, al punto de hacer productos casi desechables.

Esta práctica ampliamente difundida entre la iniciativa privada es la obsolescencia programada, una acción de los fabricantes con la que intencionadamente producen artículos con una vida útil limitada, con la intención de que les compren de nuevo, cuanto antes. Para ello han invertido enormes cantidades en pagar ingenieros y todo tipo de especialistas que creen materiales frágiles o llanamente programen sus productos para descomponerse sin remedio después de determinado tiempo o uso. La obsolescencia programada está tan ampliamente difundida y omnipresente en todos los giros como la publicidad, aunque se ha procurado mantenerla en secreto, todos los consumidores de cierta edad reconocen cómo los productos de antes duraban mucho más, a veces toda la vida, mientras que los de ahora dejan de servir a veces apenas pasados unos cuantos meses.

Han podido hacerlo porque los legisladores (y las sociedades a las que deberían servir) así lo han permitido, a pesar de que los costos económicos y ambientales de producir para desechar y volver a comprar son enormes. Regulaciones como la que ha avanzado en la Unión Europea sobre el derecho a reparar deberían haberse tomado en todo el mundo hace al menos dos décadas, cuando ya había información más que suficiente y fiable sobre el avance del cambio climático hacia una crisis global, con basureros cada vez más difíciles de contener y desastres naturales más recurrentes, con peores saldos.

En aras de que los fabricantes continúen vendiendo productos nuevos, como si el planeta no tuviera límites en su capacidad de asimilar desechos y proveer de materias primas, se han cargado los recursos que las futuras generaciones requieren para ser viables. Un problema del que no se harán cargo los tataranietos, sino con costos que ya están teniendo que asumir los más jóvenes, pues los recursos de los que disponen son claramente mucho más limitados de los que se han dilapidado en las 7 u 8 generaciones que han transcurrido, aproximadamente, desde la Revolución Industrial.

Siendo la producción un proceso social, resulta absurdo pretender que las acciones individuales son suficientes para combatir sus efectos negativos, sin regular los procesos de fabricación. Las acciones deben ser colectivas, pese a los pocos incentivos que existen para ellas. Es sabido que desde hace años se desarrollan materiales biodegradables, pero su uso masivo no es posible aún porque no se han invertido suficiente en esas tecnologías, y los productos son muy caros. Se requeriría la voluntad global y una inversión tales como los que se dispusieron para producir vacunas contra el coronavirus, un ejemplo esperanzador de cómo la humanidad sí puede lograr responder a desafíos importantes en tiempo récord, una vez que se dan las condiciones para hacerlo.

Es absolutamente necesario presionar para que los cambios ocurran, avanzar más allá de la ley antipopote y de confiar en que cada uno tendrá la buena voluntad de tirar la basura en su lugar. Es hora que los legisladores en todo el mundo obliguen de manera efectiva a las empresas a asumir la responsabilidad por los recursos que consumen y los desechos que producen.