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TABASCO
"Cartas al Jardín"
POEMAS DE JESÚS HERNÁNDEZ
Querida Esther:
Una vez, en la escuela primaria, descubrimos que una de nuestras compañeras se enviaba cartas a sí misma. Las metía en su mochila y al volver al recreo las encontraba y fingía sorpresa.
No voy a negar que en mi mente la juzgue y dije que estaba muy loca. Ahora yo escribo cartas. Te escribo, Esther, para no perder la cabeza. Pido perdón.
Santa Rosa, 17 de febrero de 1991.
Querida Ruth:
Si no has recibido cartas mías es porque no he tenido mucho que contarte, simple y llanamente. Pero hoy me pasó algo gracioso. Atravesaba el centro comercial atendiendo una llamada urgente cuando tropecé con el hombro de alguien. "Discúlpeme", le dije, pero seguía a toda marcha.
El guardia de seguridad se echó a reír, las promotoras de perfumería, la clienta cercana comenzó a reírse también. Entonces volví el rostro y pude notar de donde venía el chiste, inmóvil. No había tropezado con alguien, había tropezado con un maniquí.
Lo no gracioso es que antes mi vida era menos difícil. Ya casi no veo a mí al rededor. No tengo cosas que contar, salvo estas experiencias insignificantes.
Sinceramente, Edmundo.
Santa Rosa, 14 de agosto de 1994.
Nostalgia de ayer
Quiero ser mío, pero me arrastra el aire a las hectáreas de un sutil pienso, haraposo. Quiero ser mío, pero se alargan las leguas de la noche, y espío por hendijas ajenas, lejanas, y llueve y tengo fiebre.
Quiero ser mío, pero amalaya mi carne lo que por dolo ha sido, Blasfema el tiempo y me ahogo, y pido a gritos como al fuelle respirar a medio suspiro, ¡oh canto de laúd!
Quiero ser mío, pero a mi mente llega una y otra vez la viva imagen de mi casa, y vuelvo.
Cada día
El cuenco sabe de mi boca; la grama, de la espera. El armario conoce la oscuridad; el árbol, de mis ahogos. Nada aquí es materia sino conciencia. El cardo sabe de mi sangre.
Confesión
Dios no habita mi casa, para hallarle zafo, trancas y cerrojos. En la horma de mis zapatos lo he buscado con el pómulo hendido y me han clavado en consecuencia el silencio y su vacío.
En el alféizar, sus dientes, busco a Dios y no hallo nada, más que mis urgencias, mis abusos, mis cánceres, disforia.
Y en los riscos, lamentos. Y en los cuartos, abrojos. No busques una cara, Dios no tiene rostro. No le llames, Dios no es un hombre.
Hurgo en cada sitio y jamás en aquel donde temo —que es dentro mío— y aparto venas y torrentes. Dios no habita mi casa, es Diosa a la que encuentro. Me ha dado la mano y penetra en el sonido más puro de mi sangre.
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