Antídotos contra la torpeza

Si leyéramos más, tendríamos mejor juicio para analizar las cosas y poner un alto a las presiones de quienes

El Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor se conmemora cada 23 de abril, con el objetivo de fomentar la lectura, la industria editorial y la protección de la propiedad intelectual. Esta fecha simbólica de la literatura universal fue proclamada por la Conferencia General de la UNESCO en 1995 y coincide con la del fallecimiento de los escritores William Shakespeare, Miguel de Cervantes e Inca Garcilaso de la Vega.

Muchas odas suelen hacerse a los libros con motivo de esta celebración. Podríamos llenar líneas tras líneas ensalzando sus virtudes, pero me parece que es preciso destacarlos como antídotos contra la ineptitud, la ignorancia o la necedad que en esta época impiden tomar decisiones sensatas, tanto en la vida privada como en la pública.

Si leyéramos más, tendríamos mejor juicio para analizar las cosas y poner un alto a las presiones de quienes, valiéndose del ejercicio de algún poder, pretenden que se cumplan sus ambiciones y deseos. ¿Cómo es esto posible? Se ha probado y dicho en reiteradas ocasiones que la lectura potencia las diferentes inteligencias, no solo la lingüística; mejora la inteligencia espacial, la inteligencia emocional, la capacidad de anticipación y la lógica. Mucho descansa en los libros, no solo para afinar nuestros análisis de la realidad, sino también para conocer mejor la condición humana.

En busca de explicaciones al porqué existen personas que destilan incapacidad, estrechez de miras, necedad o desvaríos, me topé con un libro titulado “Historia de la estupidez humana”, del escritor y guionista húngaro Paul Tabori. El autor acude a los estudios de prominentes discípulos de Freud y termina por afirmar que los necios, a diferencia de los sabios que suelen discernir las causas de las cosas, no tienen la capacidad de identificar las conexiones lógicas que existen detrás de los hechos. La lectura de libros es un buen escudo contra la torpeza.

Luego de leer su obra, me acordé de aquel error común en el que caen muchas personas cuando confunden conocimiento con sabiduría. Hay quienes no dejan de ser bobos por el hecho de conocer las fechas de todas las batallas o memorizar incontables datos estadísticos, porque se ha demostrado que esa supuesta abundancia de conocimientos a veces solo disimula la ignorancia.

Robert Burton, quien escribió “La anatomía de la melancolía”, dijo que en buena medida nuestra predisposición a ser torpes se debe a que prestamos más atención a las enfermedades del cuerpo y no a las del espíritu y la mente. Por esa razón hay personas que se dejan llevar por la ambición, la cólera y la envida. Son como caballos desbocados, incitados por las pasiones. Personas que no saben diferenciar las causas de los efectos. Como aquel individuo que apagó la vela para que las pulgas que lo torturaban no pudiesen hallarlo.

Pues bien, he llegado al punto de decirles que las pulgas que nos pican prosperan en la oscuridad. Son como algunos políticos que se aprovechan de las penumbras de nuestras mentes para hacer prosperar sus engaños. A ellos les favorece la afectación de nuestro raciocinio porque fácilmente nos pueden mover a la locura. Y está probado que ocurre con los ingenuos y los que se dicen estudiados, los que piensan que memorizar datos e información es camino seguro a la sabiduría.

Por ello, la ambición de acumular poder y alimentar el egocentrismo encuentra campo fértil cuando el deseo nulifica al pensamiento.

Si me preguntan qué antídoto podemos utilizar para protegernos de la torpeza, volvería a los primeros párrafos de esta colaboración y les diría, aprovechando la coyuntura, que la lectura reflexiva, analítica y permanente de los buenos libros, allana el camino de la inteligencia y la sabiduría. No son material de hoguera, como los exhibió Ray Bradbury en su magistral novela distópica “Fahrenheit 451”; por el contrario, resultan ser un punto luminoso en el porvenir o hacia la perfección.

Si me permiten parafrasear a Jorge Volpi, me atrevo a afirmar que un libro (él se refería al arte), en su calidad de herramienta evolutiva, no puede sino perseguir una meta más ambiciosa: ayudarnos a sobrevivir y, más aún, hacernos auténticamente humanos.

¡A leer se ha dicho!