Consumismo, la religión de nuestro tiempo

Consumismo, la religión de nuestro tiempo

En estos días de diciembre se atiborran las plazas y los centros comerciales con masas de gente alocada, eufórica, con un fervor obsesivo de comprar por comprar. No importa que en el intento corran el riesgo de contagiarse por el COVID-19 o de quedarse sin ni un clavo para enero. Esa obsesión apasionada, incontrolable, de comprar por comprar en las personas que padecen la enfermedad consumista, es similar a la compulsión que padece el drogadicto que no puede contenerse para comprar y consumir su droga.

La enfermedad consumista y la pasión de comprar por comprar, se exacerba en estos días de diciembre. En esos rituales masivos el dios, al que se le rinde culto y todo el ceremonial consumista, es la mercancía. En estos días de diciembre, con el pretexto de festejarse el nacimiento del niño Jesús, ya no es Cristo el festejado, es la diosa mercancía la festejada y a quien se le rinde culto, y Santa Claus, el alcahuete del capital, es el dios de los regalos.

No son la mercadotecnia, ni la publicidad subliminal las causas de este fervor consumista. Las causas primeras, esenciales, se encuentran en el amplio aparato productivo y burocrático donde vive atrapado el hombre toda una vida. Una sociedad en la cual los seres humanos se aburren y sobrellevan su vacío existencial. El genial y culto caricaturista Rius en sus memorias definía esa vida real, con la ironía que le caracterizaba, como aquella “…que consiste en trabajar para ganarse la vida, casarse, reproducirse, aburrirse y morir”. Es el tedio, el aburrimiento el mal de nuestro tiempo.

Largas páginas en el siglo XIX le dedicó el filósofo alemán Arthur Schopenhauer al tedio y al aburrimiento, al que calificaba como el flagelo de la gente común y de la gente elegante. Desde que la creciente industrialización se fue expandiendo, el trabajo en serie, automatizado, rutinario fue atrapando al hombre convirtiéndolo en un engranaje más de la máquina. Los procesos industriales en banda, donde el obrero se pasa toda una vida pegando remaches, como el personaje de Chaplin en Tiempos Modernos, no le exige imaginación ni capacidad creativa alguna. El trabajo convertido en sinónimo de desagrado, de disgusto, es una actividad que por la fuerza el hombre realiza toda su vida para sobrevivir él y su familia. Y la fábrica, la gran industria no sólo le succiona, le chupa la sangre al obrero como lo hiciera Drácula, también le coarta su capacidad creativa  y lúdica.

Un trabajo en serie, rutinario, de pegar remaches o apretar un botón toda una vida no lo hace feliz: la acción de trabajar se vuelve monótona, sin chiste que no le da placer al obrero. El hombre como obrero se convierte sólo en un engranaje más de la fábrica, en sólo un factor de la producción y en un número.

Al dueño de la fábrica sólo le importa el hombre como obrero, como un factor de la producción que le genere plusvalía y ganancias. Al dueño de la empresa no le interesa el hombre como ser humano, en esos ambientes fabriles las relaciones humanas de afecto, de empatía y de amistad no cuentan.

Por eso en los días de recesión económica y desempleo masivo, el dueño despide al obrero, lo lanza a la calle como el que tira un traste viejo. Al obrero se lo traga la fábrica todas las mañanas desde el momento que suena la sirena que le avisa que es la hora de entrada y la fábrica lo expulsa por las tardes cuando la sirena vuelve a sonar, anunciando que es la hora de salida: salen los obreros como borregos a medio morir.  (Continuará)