El asesinato de la imaginación

Que el Presidente siembra el odio y la discordia, dicen, porque llama a las cosas por su nombre

Nos espanta el debate sin el cual la democracia no sería posible. En lugar de enriquecernos, aprender y nutrirnos de ellas nos horrorizan las diferencias que, en todos los órdenes de la vida, existen entre nosotros. Decirle sus verdades a quien miente es un sacrilegio. Defender con firmeza principios y convicciones, un exceso inaceptable.

Todo lo que altera la odiosa corrección política, esa "normalidad" instituida en el viejo régimen autoritario, se concibe como un arrebato. De "polarizar" se acusa a quién, como Andrés Manuel López Obrador, y para politizar, ventila abiertamente sus diferencias con los medios de comunicación o con otros Poderes del Estado. Que el Presidente siembra el odio y la discordia, dicen, porque llama a las cosas por su nombre.

A un poder silencioso pero letal nos acostumbraron. Algo similar a la "paz de los sepulcros" imperaba en nuestro país; no soplaban los "vientos del pueblo" que ahora recorren su territorio y que tanto inquietan a unos pocos. Era esa calma chicha, esa ausencia total de sobresaltos, el caldo de cultivo de la más escandalosa corrupción. La democracia, en cuyo nombre se perpetraron tantos crímenes, se reducía a una cita sexenal a la que muchos no acudían.

Inexistente, fue por décadas, la conexión entre el gobierno y ese pueblo al que supuestamente se debía y cuya voluntad tendría que haber obedecido. Sosegada y marcada por la sumisión de los poderes Legislativo y Judicial al Poder Ejecutivo era la vida institucional. A manotazos se resolvían, cuando era necesario, las diferencias entre unos y otros; siempre a espaldas de la ciudadanía, en los pasillos de Los Pinos, en los conciliábulos de esa minoría privilegiada qué, o pertenecía al primer círculo del presidente o gobernaba sobre éste y sus allegados.

De sosiego aparente fueron los 36 años del régimen neoliberal; en sangre se ahogaban las diferencias, con fraudes electorales de distinto tipo se asaltaba al poder; jamás el presidente se enfrentaba públicamente con los medios de comunicación o con los líderes de opinión y en contadas ocasiones con los otros poderes. Podía eso sí -y los "dueños del oído", que diría Kapuchinski, ejecutaban diligente y discretamente la orden- reprimir, censurar o comprar al rebelde. Sumisión, complicidad, silencio, se buscaban. Todo cabía dentro de ese régimen salvo la osadía de sentirse libres.

Así como la verdad es siempre la primera baja en una guerra, en el neoliberalismo qué, trastoca los valores esenciales de los seres humanos y moldea conductas en una sociedad sometida al imperativo del consumo, la que cae asesinada, como dice la Dra. Jussara Texeira, es la imaginación. Tan muerta, tan apagada, tan achatada está la imaginación colectiva -sobre todo en los estratos medio y alto de la sociedad- después años de sometimiento que, hoy, nos resulta difícil por no decir imposible, concebir, que ya conquistamos la democracia en México y que hoy el pueblo pone y el pueblo quita.

Contra ese mandato nos rebelamos; de las encuestas, los sondeos, las consultas ciudadanas y los procesos electorales desconfiamos. Es la sospecha la que se impone; la certeza, más bien, de que todo como en el pasado, a la manipulación se debe. Ya lo decía Daenerys Targaryen, ese personaje central en Game of Thrones: "No se puede imaginar lo que nunca se ha vivido".

Unos, en la derecha, cegados por la rabia, repiten compulsivamente sus propias mentiras. Otros, en la izquierda, no teorizan, no cuentan, no cantan ésta transformación. Los primeros saben que perdieron su realidad; los segundos creen que perdieron sus sueños. Toca a unos y otros avivar la imaginación para entender esta revolución que, como ninguna otra en la historia, se produce en paz, en democracia, con libertad, y defenderla o derrotarla, pero en las urnas