OPINIÓN

El elefante en la habitación
23/05/2025

Mediocridad estructural en Tabasco

En Tabasco, así como en muchos estados del país con historias marcadas por la desigualdad y la dependencia, se ha generado la llamada "cultura de la mediocridad", un fenómeno social donde el conformismo, la falta de ambición y la búsqueda de soluciones inmediatas se normalizan. No es casualidad que esta mentalidad se refleje en la clase dominante como en  algunos sectores de la población que, ante la falta de alternativas, ve en inyecciones públicas de capital no comprobable no un alivio temporal, sino una estrategia de supervivencia. Pero ¿cómo llegamos aquí? Y, sobre todo, ¿es justo culpar a la gente o debemos mirar hacia las estructuras que han moldeado esta realidad?

La mediocridad como sistema no nace de la noche a la mañana. En Tabasco, sus raíces se entrelazan con décadas de políticas clientelistas. Desde la época del auge petrolero, el estado aprendió a depender de una economía rentista: primero del petróleo, luego de los subsidios federales. Los gobiernos, en lugar de invertir en educación de calidad, infraestructura productiva o empleo digno, optaron por convertir los programas sociales en moneda de cambio político. Así, se creó un círculo vicioso: a cambio de votos, se ofrecen migajas, perpetuando la idea de que el esfuerzo individual es una fantasía.

El sistema educativo, lejos de ser una herramienta de movilidad social, refleja esta negligencia. Escuelas públicas sin recursos, maestros politizados sin ganas de mejorar sus prácticas pedagógicas y planes de estudio desconectados de las necesidades reales del mercado laboral han dejado a generaciones sin herramientas para competir, innovar o aspirar a más. ¿Cómo exigirle ambición a un joven que crece en un entorno donde el mérito rara vez es recompensado?

Los programas sociales son esenciales para mitigar la pobreza, pero en Tabasco (como en otros estados) se han desvirtuado. No son un puente hacia la autonomía, sino un fin en sí mismos. Muchos políticos los usan para ganar lealtades, mientras que para miles de familias se convierten en el único ingreso estable.

Esta dinámica no solo ahoga las finanzas públicas (los recursos se destinan a mantener subsidios, no a generar oportunidades), sino que corroe el tejido social. La dignidad del trabajo se desvanece, la innovación se estanca y crece la percepción de que el éxito no depende del esfuerzo, sino de las conexiones políticas o la suerte. Peor aún: se genera resentimiento entre quienes sí buscan progresar y chocan contra un sistema que premia la pasividad.

Culpar a algunos sectores de la población por adoptar esta mentalidad es ignorar la raíz del problema. Cuando un sistema educativo no enseña a pensar críticamente, cuando el mercado laboral solo ofrece empleos precarios y cuando los líderes ejemplifican la corrupción en lugar de la meritocracia, ¿qué opciones quedan? La mediocridad no es una elección moral, sino el resultado de un entorno que desincentiva la excelencia.

En Tabasco, históricamente se ha castigado a quienes desafían el status quo. Los emprendedores chocan contra la burocracia; los profesionistas capacitados emigran ante la falta de oportunidades; y los jóvenes crecen sin referentes de éxito legítimo. Mientras tanto, la clase política sigue repitiendo el guion de repartir apoyos a cambio de lealtad, sin planes para industrializar el campo, modernizar la educación o atraer inversiones.

La solución no está en eliminar los programas sociales, o dejar que las personas se busquen la vida por si solas, está en canalizar el talento, engrandecer el esfuerzo individual y colectivo, apoyar el talento humano y desarrollar nuestro perdido entre el maltrato histórico sentido de comunidad. Es vital y necesaria una revolución del pensamiento.

La cultura de la mediocridad no es una maldición irreversible. Tabasco tiene recursos humanos y naturales suficientes para florecer, pero requiere líderes que crean en su gente y políticas que sustituyan el conformismo por la esperanza. Como sociedad, el desafío es dejar de normalizar lo mediocre y exigir, desde la escuela hasta el gobierno, un sistema que premie el esfuerzo, no la sumisión. La mediocridad es hija de la desesperanza. Combatirla no es tarea de unos cuantos, sino de un pacto social donde la educación, la justicia y las oportunidades sean derechos, no privilegios.





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