El origen del mal

Qué aciago fue el mes de junio en términos de propagación de COVID-19

Qué aciago fue el mes de junio en términos de propagación de COVID-19. Las cifras alcanzadas en los dos últimos tercios del mes son similares a las del mismo periodo del año pasado, en pleno auge de contagios, cuando el semáforo rojo nos confinó a la mayoría a realizar actividades desde casa y las actividades económicas resintieron una severa parálisis. Desde el pasado jueves hasta el lunes, es decir, en cinco días, se registraron en la entidad más de 1500 casos, pese a los significativos avances registrados en el proceso de vacunación.

La esperanza de que el escenario se fuera tornando mejor se disipó en un santiamén, en buena medida porque algunos desconocen que la efectividad de las vacunas aún acarrea muchas incógnitas en su proceso de desarrollo (como el tiempo que dura la inmunidad o su eficacia en la contención de nuevas cepas) y porque otros relajaron las medidas de prevención sanitaria.

El caso es que “junio se lleva ahora como el viento la esperanza más dulce y espaciosa”, tal cual escribió Carlos Pellicer en un poema titulado “Horas de junio”.

Hemos tratado de encontrar respuestas al fenómeno del inclemente crecimiento de contagios, y lo mismo da culpar al gobierno o atribuir la desdicha a la irresponsable y tozuda actitud de muchos tabasqueños si, finalmente, no tenemos soluciones certeras para hacer entrar en razón a buena parte de la población.

Cuando desfilan por mi cabeza tantas posibles explicaciones, recuerdo el conocido cuento “El origen del mal”, del escritor ruso León Tolstoi, que revela el germen de los vicios al narrar la aventura de un ermitaño que vivía en el bosque, sin temer a las fieras que allí moraban. Una vez, posando debajo de un árbol, fue testigo de la discusión que sostuvieron un cuervo, un palomo, una serpiente y un ciervo, a fin de encontrar el origen del mal.

El cuervo culpó al hambre, por todo el desasosiego que produce en quien la padece. El palomo arremetió contra el amor, porque cuando la pareja se distancia llega a torturar la idea de que un gavilán o el hombre la hayan capturado y despedazado. La serpiente arguyó que los dos animales anteriores estaban equivocados, porque el mal viene de la ira, pues cuando la tranquilidad se ve alterada, ofusca el impulso de atacar y morder a todos, incluso comerse a sí mismos. Por último, el ciervo estuvo en desacuerdo y culpó al miedo que lo hace huir con terror, apenas se mueve una hoja o cruje una rama. El pánico conduce a la locura y también al precipicio.

Si analizamos bien, cada animal culpó del mal a sus propias impotencias. No eran el hambre, el amor, la ira ni el miedo la fuente de los males, sino su propia naturaleza la que los engendraba. Algo así pasa con la situación que vivimos en Tabasco y en general en México. Podemos vociferar tantas culpas como queramos, pero si finalmente no purgamos nuestras propias debilidades, el concierto de ofensas y estigmas solo recrudecen el enojo social; amplían las pugnas estériles de unos contra otros.

Lo único que nos queda es ajustarnos a evidencias: cifras oficiales nada alentadoras, una buena parte de la población embriagada por las ansias de consumo y un largo etcétera de cuestionamientos a las estrategias de autoridades federales y estatales en materia sanitaria.

La otra evidencia irrefutable es que, en lugares como Tabasco, somos insulsos para cumplir indicaciones y reglas que contribuyan a salvaguardar nuestra salud y la de los demás. En palabras del mismo León Tolstoi, “es más fácil escribir diez volúmenes de filosofía que llevar a la práctica una sola regla, no importa cuál”.