Estados Unidos y el orden legal

El orden constitucional y legal de cualquier democracia moderna requiere cierto consenso social: un acuerdo más o menos generalizado sobre la línea que nadie ha de cruzar

El orden constitucional y legal de cualquier democracia moderna requiere cierto consenso social: un acuerdo más o menos generalizado sobre la línea que nadie ha de cruzar, sobre los límites que nadie estará dispuesto a romper en el calor del debate de las ideas.

La constitución y las leyes de un país normalmente señalan las reglas del juego: aquéllas bajo las cuales habrán de procesarse las diferencias de los muy variados grupos e intereses que forman una sociedad. Así, señalan las reglas para nuestra convivencia cotidiana, para construir y respetar el espacio público, para preservar las libertades, la vida y el patrimonio de las personas y, de forma muy sensible, para elegir a quienes detentarán el poder público y la forma en que se renovará a quienes ocupen esos cargos.

Pero, ya en los hechos, las leyes no pueden resolverlo todo. Al final del día, no son sino reglas escritas que expresan, en el mejor de los casos, formas, procedimientos, acuerdos, por los que los problemas y diferencias de una sociedad se resolverán. Siempre, en algún punto, la ley, para ser efectiva, tiene que asumir que es más probable ser obedecida que ser desobedecida. En sentido contrario, siempre hay un punto, un límite, en el que, si se descubre que es posible desobedecer la ley, ésta pierde su capacidad para cumplir su primordial objetivo de ordenar pacíficamente a la sociedad.

Cuando un amplio grupo de inconformes descubre que puede tomar por asalto las instalaciones de un Congreso y poner bajo amenaza la posibilidad de la renovación de los poderes, entonces esa sociedad ha entrado a un terreno que pone en un fuerte riesgo a su país. Es el riesgo de un pueblo que ha decidido que los procedimientos marcados por sus leyes no son buenos y, por tanto, no tienen por qué ser obedecidos; antes bien, debieran ser eliminados. Y que ha decidido que la ley no es un instrumento que sirva para resolver el conflicto quedando, por lo tanto, la fuerza de unos contra otros como único expediente para dirimir los pleitos.

No es que el cambio y la evolución de la ley sea mala. Por el contrario, la ley solo sirve a la sociedad en la medida en que es capaz de adaptarse a los cambios que sufre esa sociedad y proponer reglas adecuadas para nuevas realidades. Lo grave es pensar que la ley ya no es una herramienta adecuada para que encontremos formas para vivir en paz.

La idea de la desobediencia a las leyes cuando son injustas ha sido planteada y analizada por pensadores políticos, desde la Edad Media hasta nuestros días. En la mayoría de los casos, sin embargo, lo que se plantea es la idea de desobedecer ciertas leyes particulares, por ser injustas, con el objetivo final de lograr cambiarlas por leyes que sean justas. Plantear el derrumbamiento de todo un sistema legal es, propiamente, proponer una revolución y, en ese caso, la historia ha dado múltiples ejemplos de que una revolución difícilmente puede ser un estado permanente y normalmente, de una u otra forma, ha de desembocar en el establecimiento de un nuevo orden legal. Incluso la anarquía, como propuesta filosófica, requiere ciertos consensos sociales para ser, al menos teóricamente, posible.

Por ello, es grave que la polarización en el debate de las ideas desemboque, sin más, en la propuesta de aniquilar a las instituciones, sin proponer alternativas reales, ni espacios para el diálogo. Es grave que distintos sectores sociales estén preocupados, ya no por encontrar soluciones aceptables o puntos de acuerdo, sino solamente por reafirmar sus propios puntos de vista y por aparecer triunfantes frente al otro, a quien cada vez más se le ve como el adversario, el enemigo a vencer. Es grave que exista tan poca voluntad por escuchar a quien piensa diferente y se tenga solamente el ánimo de atender a las propias convicciones, sobre las que ya no importa si son justificadas o no, correctas o no, sino tan solo si gustan o no en nuestras redes sociales.

Este tipo de ideas son las que mantienen en tensión el cambio de poder en los Estados Unidos, provocando que tenga que desarrollarse en medio de un operativo militar de grandes dimensiones que no hace sino exhibir las enormes grietas y carencias sociales de un país que suele publicitarse como ejemplo mundial de democracia.

No es que debamos alarmarnos por los problemas de un país al que no siempre conviene tomar como modelo. Pero sí vale la pena recordar que, del resultado dañino de polarizar a una sociedad, no hemos estado, ni estaremos, exentos.