El principio de Peter: la incompetencia en política

Todo indica que buena parte de los ciudadanos no ha alcanzado el grado de madurez deseable para tomar las mejores decisiones políticas.

El principio de Peter: la incompetencia en política

Cada vez que las sociedades se ven enganchadas en temas electorales —lo que en el caso de México ocurre con singular frecuencia porque vivimos en una especie de permanente elección— se reanuda el debate en torno al perfil que deben reunir los futuros gobernantes para cumplir las expectativas de desarrollo de la población.

En este ir y venir de aspirantes a todo tipo de cargos; en este incesante jaloneo verbal que convierte a muchos en “expertos” (con toda la carga irónica del entrecomillado) hasta en los asuntos más embarazosos; en esta refriega por conquistar las preferencias, donde se apela más a la emoción que a la razón, todo indica que buena parte de los ciudadanos no ha alcanzado el grado de madurez deseable para tomar las mejores decisiones políticas.

Es muy común que la gente prefiera a candidatos carismáticos que a candidatos juiciosos. La atraen más quienes, por sus atributos escénicos, pueden despertar profundas emociones, que aquellos cautos y metódicos. Los primeros son seductores; los segundos, en cambio, a veces carecen del magnetismo personal para entusiasmar al electorado.

No obstante, está probado que un candidato habilidoso no necesariamente termina siendo un gobernante notable. Pero a pesar de que algunos experimentan una ausencia consciente de capacidades para gobernar, los observamos a la caza de partidarios, porque tienen una estrambótica predilección por el poder. Los mueven las ansias de dominio por encima del deseo de ejercer un auténtico servicio público.

Desconozco quién lo dijo, pero en razón de lo expuesto en el párrafo anterior vale la pena parafrasearlo: el primer acto de corrupción de un político consiste en buscar un cargo público para el que no está preparado. ¿Sabe a qué me recuerda? Al principio de Peter, un principio que da lugar a una verdad incómoda: no siempre se promueve a los más competentes.

Allá por 1969, el doctor Laurence Johnston Peter y el escritor, dramaturgo y periodista canadiense Raymond Hull publicaron el libro “El principio de Peter”, una obra que reúne una gran cantidad de información, testimonios y datos para evidenciar el origen de la incompetencia en las estructuras jerárquicas.

Yendo al meollo del asunto, el libro “El principio de Peter” exponía la siguiente idea principal: “en una jerarquía, todo empleado tiende a ascender hasta su nivel de incompetencia”, y le añadía un corolario: “con el tiempo, todos los puestos en dicha jerarquía estarán ocupados por un empleado incapaz de realizar sus tareas”. ¡Caramba!, en política esto es un cáncer que obstruye el desarrollo de los pueblos, pues acaban acostumbrados a alimentarse de la demagogia.

Hay candidatos que perfeccionan tanto sus dotes histriónicas que, de ganar una elección y subir al siguiente nivel, al de gobernantes, terminan demostrando su incompetencia para solucionar los problemas públicos. Son dicharacheros, simpáticos, dadivosos, risueños, parlanchines, pero poco o nada racionales a la hora de tomar decisiones de políticas públicas trascendentales para la colectividad. Ocurre como el profesor que es buenísimo para enseñar, pero cuando logra un ascenso a director del plantel termina en un fracaso rotundo por su falta de tacto para conducir al personal, para organizar tareas administrativas y hasta para relacionarse con autoridades educativas de mayor rango. Llegó a su nivel de incompetencia. Es el principio de Peter.

Cabe decir que el principio de Peter aparece en muchos campos y sectores, pero cuando se trata del gobierno las consecuencias son garrafales, porque quien asciende a un cargo público sin la preparación ni la experiencia necesarias para asumirlo condena a los gobernados al rezago y la marginación.

Hay que tener mucho cuidado a la hora de elegir. Recordemos que un “buen candidato” no siempre resulta ser un buen gobernante. Hoy vemos a un sinfín de aspirantes vendiendo espejos. Están dedicados a desarrollar estrategias efectivas para ganar elecciones y fabrican encuestas de popularidad, pero no conocen de políticas públicas ni de la construcción de diagnósticos para el diseño y la implementación de planes y proyectos. Si no tenemos cuidado y los ayudamos a dar el siguiente paso, corremos el riesgo de que muestren —como gobernantes— toda su cruda incompetencia.