LOS TRATADOS DE MIRAMAR

El llamado “Tratado de Miramar” se negoció y firmó el 12 de marzo de 1864

El 10 de abril de 1863 el ejército invasor francés, que era el más reconocido en aquella época, con 38,000 efectivos, ocupa la ciudad de México. Y los  traidores  conservadores  nombran una comisión formada por José María Gutiérrez de Estrada y Miguel Miramón para que se traslade a Europa a negociar con Francia la instauración de una monarquía con un príncipe europeo, actuando el obispo clasista Pelagio Antonio de  Labastida y Dávalos, autonombrado ”regente” de su llamado imperio

Estos indignos  mexicanos se someten a los designios de Francia y ofrecen un “trono”  a Maximiliano, en tanto que fuerzas conservadoras y el clero se ponen al servicio del invasor, abriéndole puertas y denunciando a los patriotas.

El llamado  “Tratado de Miramar” se negoció y firmó  el 12 de marzo de 1864 en el Palacio de las Tullerías, donde Napoleón impuso condiciones impagables al pueblo mexicano, servilmente aceptadas por Maximiliano y los traidores mexicanos. Maximiliano tuvo que renunciar a la sucesión del trono austriaco y el 10 de abril de 1864 en el Castillo de Miramar ante la basura mexicana aceptó el trono y se auto  proclamó Emperador de México y con ese cargo espurio “ratificó” los tratados ya conocidos ahora como de Miramar.

En este Tratado, Maximiliano reconoce una deuda de 270 millones, enorme en esos años, acepta que el ejército mexicano esté a las órdenes del comandante francés, pagar todos los abastecimientos del mismo 400 mil por viaje, y sueldo de 1,000 por soldado francés, entre otras prestaciones desorbitadas.

Francia se compromete a retirar gradualmente sus 38,000 soldados, reduciéndolos a 28,000 en 1865, a 25,000 en 1866 y a 20,000 en 1867, pero finalmente dejando 8,000 todo ello a costa del erario mexicano.

El filibustero Maximiliano, que nunca fue Emperador de México, porque Juárez era Presidente, autonombrado el 10 de abril de 1864, emitió uno de sus primeros decretos ordenando que cualquier patriota que se opusiera a la invasión fuera sometido a juicio sumarísimo y ejecutado en un plazo de 24 horas. Así se asesinó, sin ninguna defensa, a miles de mexicanos que caían en manos de los intervencionistas o eran denunciados por el clero.

Esta farsa imperial termina el 15 de mayo de 1867, y pasa a  la historia el 19 de junio del mismo 1867, con la ejecución del austriaco, Miramón y Mejía en el Cerro de las Campanas. La diferencia es que Maximiliano fue sometido a un juicio en el que contó con defensa, los más connotados abogados de ese tiempo,  y en el que fue condenado a la pena capital, para sepultar para siempre cualquier nueva aventura en contra de nuestro país.

Maximiliano, un ambicioso, que casó con Carlota, hija del monarca más rico de Europa en esa fecha, para obtener una enorme dote con la que construyó el Castillo de Miramar. Traicionó a todo y a todos, a su familia, al Papa, con el que se comprometió a recompensar a la iglesia, que no hizo, traicionó a los conservadores a los que hizo a un lado y al clero mexicano que menospreció y finalmente traicionó  a Miramón, que quería seguir peleando, entregándose para llevarlo al cadalso.

Este filibustero tuvo un final trágico. Su cadáver embalsamado, en el trayecto de Querétaro a la ciudad de México, cayó al agua al cruzar un rio. En la ciudad de México permaneció en el Hospital de San Andrés, que se ubicaba en lo que después fue el Palacio de Comunicaciones, frente al Palacio de Minería. Allí llegó una noche el Presidente Juárez con algunos de sus ministros y al ver el cuerpo deformado comentó: “mire usted en lo que acaba un imperio”. Finalmente fue repatriado a Austria en la misma fragata Novara en que vino. Allá está la sepultura del que en Austria llaman “Maximiliano de México” y es necesario repetir una y otra vez, que nunca fue emperador de México, pues Juárez era nuestro Presidente.