Plano tangente
15/09/2025
Una alcancía de recuerdos
«Baila al son del tequila y de su valentía, es jinete que arriesga la vida en un lienzo de fiesta y color».
Guadalupe Trigo
La música es una característica esencial del comportamiento humano y está presente en todas las culturas conocidas. Es uno de los lenguajes más universales y, al mismo tiempo, uno de los más íntimos. Nos acompaña en la vida cotidiana, en las celebraciones y en los duelos, en los momentos de descanso y en los de lucha. Pero más allá del disfrute estético, la música cumple funciones profundas: es memoria colectiva y también es identidad local. Ambas dimensiones se entrelazan, se refuerzan y nos recuerdan constantemente quiénes somos y de dónde venimos.
Cuando escuchamos una melodía de la infancia, inevitablemente la asociamos con un lugar, un tiempo y unas personas concretas. El bolero que sonaba en la radio de los abuelos, la marimba que llenaba de alegría las plazas de Tabasco, los huapangos en la región Huasteca o la tambora que acompañaba las fiestas patronales, tienen la capacidad de evocar recuerdos dormidos. La música no transmite sólo notas: transmite experiencias, olores, imágenes y emociones. Funciona como un archivo emocional que guarda fragmentos de vida y los proyecta de nuevo frente a nosotros. Por ello se dice que la música es el almacén de la memoria de una comunidad.
El concepto de memoria colectiva se entiende como los recuerdos compartidos por un grupo —familia, comunidad, nación— que se transmiten y mantienen vivos a través de símbolos, rituales, relatos y expresiones culturales (Orianne y Eustache, 2023). En México, la relación entre música y memoria colectiva se hace evidente en cada generación. Los corridos fueron en su momento auténticas crónicas de acontecimientos históricos; los boleros marcaron la vida urbana del siglo XX; la cumbia, llegada desde Colombia, encontró en la región tropical mexicana un espacio fértil para transformarse en referente local. No solo las letras nos hablan, también lo hace el contexto que rodea a cada fenómeno o movimiento musical. Cuando un grupo social canta, directa o indirectamente está narrando su propia historia (Wood y Kinnunen, 2020).
Sin embargo, la música no sólo mira hacia atrás. También es identidad en presente, una forma de decir: esto somos. Tabasco, por ejemplo, tiene en los tamborileros un símbolo cultural inconfundible, infaltable en las ferias y actos cívicos. Lo mismo ocurre con la marimba: aunque compartida con Chiapas y Guatemala, en Tabasco adquiere matices propios y se convierte en una marca sonora de lo local. Estas expresiones no compiten con los géneros globalizados; conviven con ellos y se resignifican. Un joven puede bailar reguetón en una fiesta y, al mismo tiempo, enorgullecerse de ellas al oírlas. De tal modo, la música crea puentes entre congéneres y entre generaciones.
Lo más interesante es que esta identidad musical local no es estática. Los artistas jóvenes tienden a mezclar lo tradicional con lo contemporáneo, creando híbridos que circulan en redes sociales y plataformas digitales. Esa fusión asegura que las músicas locales no se queden como piezas de museo, sino que respiren en la vida moderna. La identidad, lejos de debilitarse, se fortalece cuando dialoga con lo global. Diseñar espacios y eventos donde la música local sea protagonista ayuda a crear momentos emocionales colectivos capaces de forjar recuerdos duraderos.
En este sentido, la música es también un territorio en disputa. Por un lado, la homogeneización cultural que impone la industria global amenaza con desplazar expresiones locales. Pero, por otro, el mismo ecosistema digital abre la posibilidad de que un son jarocho o un huapango potosino se escuchen en Tokio o en Berlín. La clave está en que las comunidades valoren, transmitan y difundan sus propios sonidos; entre tanto ruido, hacer silencio es ser consumido. La música local es memoria viva y, al preservarla, se conserva también la historia y la identidad.
Un ejemplo claro se observa en las fiestas patronales de las comunidades rurales. En estos ámbitos, la música sigue cumpliendo la función de reunir, marcar tiempos y reforzar lazos sociales. Hoy, los jóvenes graban con sus celulares la danza de los viejos o el desfile con tamborileros, y esos registros digitales se convierten en una extensión de la memoria colectiva. Al compartirlos en internet, lo local se abre al mundo y la identidad trasciende fronteras geográficas.
Entender la música como memoria colectiva y como identidad local necesariamente nos lleva a reflexionar sobre nuestra responsabilidad cultural. Elegimos la música mexicana no sólo para entretenernos, sino para dialogar con la historia y nuestra gente. Rescatar los sonidos tradicionales no implica renunciar a lo contemporáneo, sino integrarlos para construir una identidad más rica y fresca. Ante la amenaza persistente de la globalización, la música local se convierte en un acto de resistencia y afirmación. Debemos cuidar que la música regional no pase al segundo plano del folklore, y que el colonialismo cultural y la mercantilización del arte no nos hagan conformarnos con música extranjera y desechable. Siendo México tierra de incontables artistas, siempre hay una canción para cada gusto.
(jorgequirozcasanova@gmail.com)
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