La comunidad del miedo

Desde hace varias semanas doy seguimiento a titulares de prensa y de programas de noticias en radio y televisión de alcance nacional

Desde hace varias semanas doy seguimiento a titulares de prensa y de programas de noticias en radio y televisión de alcance nacional. Un lugar común es que más del 60 por ciento de la información que se difunde se relaciona con hechos de inseguridad pública: homicidios, agresiones, robos y vandalismo.

A la par de la acentuada ola delictiva que encuentra eco en los medios, se lleva a cabo el proceso de aprobación de la reforma en torno a la permanencia de la Guardia Nacional en tareas de seguridad pública hasta 2028. El mes pasado, el pleno de la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión aprobó el dictamen en ese sentido, logrando la mayoría calificada. El procedimiento que ahora está en marcha consiste en la aprobación de los congresos estatales; se requiere el respaldo de al menos dos terceras partes de ellos para que se emita la declaratoria de reforma constitucional.

Puesto que la inseguridad pública es un problema multifactorial, las estrategias de combate con la fuerza del Estado son importantes, pero no suficientes. Hay muchas otras variables de por medio: psicosociales, culturales, económicas y políticas, por citar algunas.

Poco se dice, por ejemplo, que desde hace buen tiempo habitamos la comunidad del miedo; somos parte de la sociedad del riesgo y, por eso, el mercado de la seguridad es potencialmente prometedor; hoy se habla –más que ayer- de asuntos como vigilancia a través de nuevas tecnologías, seguros de vida y contra robos, más policías, mayores penas, restricciones más severas para nuestros hijos, etc. Todo conduce a la "pérdida de libertades".

Ante este escenario, mientras algunos plantean la exigencia de que el Estado cumpla sin miramientos su función de proveer seguridad pública para salvaguardar los derechos de las personas, otros demandan que los cuerpos policiacos eviten extralimitarse en sus labores, so pena de vulnerar la integridad de aquellos a quienes deben proteger. Entre ambas posturas busca mantenerse vigente la premisa de que todo ejercicio de coerción es legítimo cuando se trata de preservar los valores fundamentales del hombre.

Debemos recordar que una sociedad en la que sus miembros encuentran oportunidades para satisfacer sus necesidades básicas, tenderá a cometer menos delitos; esta hipótesis subyace en la idea de que si el hombre es individualista y egoísta, probablemente no es por maldad, sino por supervivencia. Sin embargo, tal principio no exime al gobierno de cumplir la obligación de sancionar a los delincuentes, porque sin castigo hallarán una amplia veta para reproducir estas conductas que les representan grandes beneficios.

A mí me queda claro que la solución a los problemas de violencia desmedida e infracciones a la ley debe darse en el marco de al menos tres factores: educación, cultura y empleo. La antigua sociedad ateniense, donde el pensamiento filosófico tuvo su origen, heredó al mundo esta lección. En la Atenas clásica no había policía; investigar crímenes era una labor que les correspondía a los ciudadanos, como era también el trabajo de hacer comparecer a un acusado en el juicio. Atenas no tenía ningún fiscal público ni ley penal; si acusaban a su vecino de un crimen, su trabajo era procesarlo por ellos mismos.

Pero el México del siglo XXI no es la Atenas de Platón, y aunque aspiremos a retomar el ejemplo de sociedades que fueron gloriosas, debemos enfrentar la realidad con firmeza. La realidad, lo dije líneas arriba, es que hoy –lamentablemente– habitamos la comunidad del miedo. Salir de ella exige que el Estado garantice la convivencia pacífica y el goce efectivo de otros derechos. La educación, la cultura, la generación de empleos y la reivindicación de los valores familiares también son pivotes necesarios para dar soporte a una sociedad cohesionada, solidaria, armónica y en paz. He ahí razones suficientes para vivir felices.