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Justicia no venganza; no debe politizarse la aplicación de la ley


Cuando terminó la Segunda Guerra mundial, los aliados se plantearon qué hacer con los líderes nazis capturados. Entonces lo más natural, y lo que muchos exigían, era que se hiciese como hasta entonces: que se les fusilara. Simple. Pero las potencias aliadas llegaron a un acuerdo sin precedentes: instaurar un Tribunal Militar Internacional para juzgarlos.

Estados Unidos, la Unión Soviética, Reino Unido y Francia quisieron, de este modo, mostrar una superioridad moral sobre los nazis, por una parte, así como también asentar bases en el derecho internacional para impedir que otra guerra, que otro genocidio, de tan grande escala se volviera a repetir. Dejar los cimientos para que nunca más volvieran a cometerse crímenes contra la humanidad.

Casi 79 años después de esos juicios, es cuestionable que se hayan logrado tan loables objetivos, sobre todo, en lo que se refiere a la prevención y no repetición. Los casos de Ruanda en los 90, y otros, más recientes, llevan a cuestionarnos las limitaciones políticas que tiene el derecho internacional en el mundo real.

A pesar de que sea también cuestionable que una nación que ese micho año arrojó dos bombas atómicas sobre Japón pudiera pretenderse moralmente superior a los genocidas nazis, la premisa básica de los juicios de Nuremberg es pertinente. No somos iguales a estos criminales. No nos vamos a comportar como ellos, porque eso nos convertiría en criminales también.

Pienso en esto cada vez que leo o escucho a algún fanático del presidente salvadoreño Nayib Bukele. Es fácil y tentador pretender eliminar el crimen con una política que simplemente encarcele delincuentes, sin un juicio en que puedan defenderse. Que en prisión se los maltrate es una política de populismo punitivo que complace a la población en general, que se sienten de ese modo vengados, satisfechos de que quienes mataron, secuestraron, extorsionaron y robaron a ellos o sus seres queridos vivan un infierno tras las rejas.

Un régimen de excepción como el salvadoreño parece una respuesta adecuada hasta que es uno, o un amigo o un familiar, quien es acusado, considerado sospechoso por, simplemente, usar tatuajes. O usar una playera. Quienes defienden las detenciones arbitrarias y las violaciones al debido proceso, a los derechos humanos, simplemente dicen que se defiende delincuentes o que uno mismo es delincuente. Falacias ad hominem, hombres de paja.

El asunto de fondo es que garantizar estos derechos es un asunto de seguridad nacional. Puede ser paradójico o contraintuitivo, pero tratar a los delincuentes conforme a derecho es protegernos a todos, es marcar un límite claro. No somos iguales. Los peores criminales de la humanidad lo han sido porque en algún momento dejaron de considerar como personas humanas a aquellos a quienes asesinaban. Respetar ese límite, esos derechos, nos pone del lado correcto de la historia. Desde luego, es muy difícil. Sin embargo, es lo que marca la diferencia entre la justicia y la venganza.

Es difícil para las autoridades y la sociedad porque implica tomarse con seriedad la labor de investigar, reunir pruebas, alegar para demostrar que las personas acusadas son, efectivamente, delincuentes. Es una labor difícil y no siempre se puede. Sin embargo, esa tarea es uno de los pilares de la seguridad. Cuando esto falla, la gente puede desesperarse y retomar la salida fácil que nos acerca a la barbarie. Los linchamientos son una expresión de hartazgo ante el crimen, tanto como un manifiesto violento de falta de confianza en las autoridades.

No conviene que cada ciudadano se atribuya la facultad de hacer justicia por su propia mano, pues pronto sobreviviríamos en una sociedad con mayoría de delincuentes o asesinos. No conviene que la impartición de justicia se politice de modo tal que se le considere correcta o incorrecta según los intereses de un partido, líder o gobierno, puesto que los derechos humanos son universales. Esto nos obliga a que los procesos sean impecables, que los fiscales investiguen, prueben, acusen de manera contundente, que los jueces respeten la presunción de inocencia, que se garantice siempre el derecho a defenderse. Es difícil, pero esto nos obliga a ser mejores. Nos protege de regímenes autoritarios, nos aleja de la barbarie y éste, en sí, es un manifiesto de profundo significado político. Si hay que castigar, no ha de ser por venganza, sino por justicia. Es, entonces, necesario evitar interiorizar el razonamiento de los peores criminales. Jamás permitirnos dejar de ver otro como persona.


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